miércoles, 7 de octubre de 2009

Un tesoro barato pero muy necesario


Luis Fernández Cuervo*

Pensaba para mi artículo de hoy escribir sobre otra cosa. Pero la semana pasada, algunos hechos, encuentros y lecturas, hicieron que el tema de la importancia de la lectura pasara a un primer plano, dentro de mis intereses actuales.

Me alegra que comience en esta semana el encuentro de poetas nacionales y extranjeros. La poesía es más necesaria para la vida buena de lo que mucha gente piensa. Cierto que también puede ser pretexto para la buena vida, que no es lo mismo, pero eso no le quita mérito a este tipo de arte que ennoblece a los seres humanos.
Sin embargo hoy no voy a hablar de poesía. Ni siquiera, directamente, de literatura. Voy a seguir una línea semejante a la que trazó Marvin Galeas la semana pasada: la importancia de leer, la importancia de desarrollar, desde niño; el hábito de leer mucho y de leer bien.


Toda mala suerte en la vida es como una moneda de dos caras. La cara mala, lleva adosada otra buena. Yo tuve la mala suerte de vivir, de los cuatro a los siete años, en plena Guerra Civil española y en el Madrid Rojo. La inseguridad de las calles y los frecuentes e inesperados bombardeos por la aviación de Franco, hacía que salir del hogar, si ya era peligroso para los adultos, mayor era para los niños. No creo recordar que me llevaran alguna vez al parque del Retiro o al más cercano Jardín Botánico. Tampoco existían en ese entonces ni la televisión ni la Internet. Al cine pocas veces pude ir.

Así que para mí, como para tantos otros niños, la diversión debía buscarse dentro de la casa. Esa fue la cara mala de aquel tiempo mío. La buena fue, aparte de algunos juegos caseros, el disponer de mucho tiempo para leer. En esos tres años de guerra no tuve muchos libros, pero los que tenía los leía siempre con gusto y terminado el último, comenzaba de nuevo a releer el primero. Fue la época de Andersen, los hermanos Grimm, y otros muchos dentro del género de "hadas, enanos y dragones". Aquella fue la cara buena de aquellos años. Pero ese casi encierro no habría valido para lanzarme a leer si yo no hubiera visto que mis padres y algunos otros de mi familia leían mucho y le daban gran valor a esa afición.

Lo escribo pensando en los papás y mamás que quieren que sus hijos desarrollen pronto el hábito de la lectura, pero ellos no leen. Para que los hijos lean es esencial que los padres también lo hagan. Es un error obligarlos. Los niños se aficionan a leer si ven, con curiosidad, que su papá o su mamá leen y aprecian los libros como tesoros especiales.

Terminó por fin aquella cruenta guerra. Llegó la paz y con ella, aparte de unos primeros años de hambre, en un país deshecho por la guerra, vino la libertad de movimientos, los amigos, los juegos de diversa clase… pero el hábito y el gusto por la lectura ya estaba arraigado en mí y así, en los años siguientes y especialmente en los tres meses de verano, en el campo, en casa de mis tíos paternos, siguió desarrollándose mi afición a la literatura.

El descubrimiento de la naturaleza y de la vida campesina, hasta entonces desconocidas me abrió nuevas aficiones y amistades. Pero el verano en la desolada Castilla, donde los árboles son casi tan raros como los oasis en el Sahara, tiene unas horas tremendas, desde el mediodía hasta las siete de la tarde, donde, sin aire acondicionado, en aquel entonces la alternativa era, o dormir la siesta, o refugiarse en el rincón mas sombrío de la casa y ponerse a leer. ¡Aquellos son calores y no los del trópico! Comparado con ese calor, el de aquí me da risa. A esas horas, en aquel pueblo, ni los chuchos salían a la calle.

A mi tío, sus tareas agrícolas, que eran muchas, le dejaban tiempo también para su afición a la lectura y se proveía para cada verano de un enorme montón de ejemplares muy baratos de libros con una gama de literatura, historia y aventuras, muy variada en autores casi todos ellos extranjeros y muchos de primera categoría. Doy gracias a Dios de haber tenido las ocasiones y los estímulos para desarrollar la afición a leer.

En la falta de ese hábito, se encuentra una de las raíces mas profundas del subdesarrollo. Con las lecturas se desarrolla la ortografía, la buen a redacción, el buen lenguaje oral. El subdesarrollo intelectual comienza por la carencia de esas virtudes. Cualquier economista competente reconoce que hoy día el mayor valor económico de un país está en el desarrollo intelectual de sus ciudadanos. ¿Y es posible aspirar a la excelencia profesional con una penosa lectura, una mala redacción y una pésima ortografía?

*Dr. en Medicina y columnista de El Diario de Hoy. luchofcuervo@gmail. com


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