
Luis Larraín
Domingo 07 de Marzo de 2010
Ha sido una semana intensa en que el miedo, la incertidumbre, el dolor, la rabia y la pena se han asomado por nuestras vidas; en siete días hemos visto aflorar lo mejor y lo peor de los chilenos.
El ambiente de solidaridad que domina hoy la escena, con cuantiosas donaciones, miles de jóvenes movilizados en campañas de ayuda a los damnificados e historias heroicas de chilenos que lo perdieron todo por auxiliar a un desconocido, no alcanza a ocultar el horror que presenciamos el día del terremoto ni la vergüenza que nos embargó las horas siguientes ante la actitud cobarde de hordas de maleantes que a vista y paciencia de todo el mundo, robaron, saquearon y quemaron cuánto se les puso por delante.
Ambas dimensiones, la miserable y la loable, la que lleva a cometer las peores bajezas y la que motiva actos de admirable grandeza, lo sabemos, están en la naturaleza humana. Por eso existen reglas de convivencia en la sociedad, esa es la razón por la que vivimos en un estado de derecho, ello explica que elijamos autoridades que tienen potestades, como el monopolio en el uso de la fuerza. Por eso aceptamos pagar impuestos para que el Gobierno pueda gastarlos en garantizar la seguridad de las personas y financiar otras de las funciones clásicas del Estado como proveer bienes públicos.
Por eso y porque tenían miedo, angustia y falta de información, la gente esperaba mucho de sus autoridades la madrugada del sábado 27 de enero y los días siguientes. Y lo primero que se le pide al gobierno en esas circunstancias, reacción frente a la emergencia, fue un verdadero desastre que vino a sumarse al terremoto y que como éste, causó daño, víctimas y dolor entre los chilenos.
Es cierto que hay atenuantes, es verdad que el sismo es uno de los más fuertes de la historia, pero hay cosas que no tienen explicación. La información equivocada a la población acerca de la posibilidad de un tsunami, la tardanza en decretar estado de catástrofe en las zonas más afectadas y la evidente falta de una dirección central para enfrentar la situación, son algunas de las carencias más evidentes de la reacción gubernamental.
Y nadie está diciendo que la Presidenta Bachelet no haya estado presente. La hemos visto en todas partes, involucrada, sufriendo con las víctimas, intentando ayudar. Pero no es eso lo que necesitamos del gobierno en circunstancias como éstas. Se requiere conducción, precisión. Son necesarios procedimientos, protocolos, responsabilidades concretas, radicadas en diferentes funcionarios y autoridades y todo eso ha fallado miserablemente.
La Presidenta no tiene nada que hacer interviniendo en el proceso para decretar la alerta de tsunami, ese es un procedimiento técnico y por involucrarse en él terminó enredada en las pésimas explicaciones del SHOA y la ONEMI, instituciones que por su desacertado accionar impidieron que se salvaran muchas vidas.
Y la gestión de los días siguientes no fue mejor. Los trascendidos acerca de consideraciones políticas (no podemos terminar este gobierno con militares en las calles) para dilatar hasta un extremo incomprensible el decreto que permitía el control por parte de las fuerzas armadas de las ciudades asoladas por el pillaje, el saqueo y el vandalismo, merecen una explicación.
Tratando de entender por qué las cosas se hicieron tan mal, se nos ocurre que una vez más el gobierno de la Presidenta Bachelet demostró que hay una hebra del tramado que la ciudadanía le pide a sus gobernantes que nunca fue capaz de encontrar. La mayoría de la gente no pide ayuda, dádivas y regalos del Estado. Necesita más bien que éste cumpla sus roles fundamentales, aquellos que le dieron origen: garantizar el orden público, facilitar la conectividad del país, hacer que las instituciones públicas funcionen. Y nada de eso ocurrió.
Es triste decirlo, porque ella puso toda el alma en el intento por ayudar a sus compatriotas, pero todo indica que, desgraciadamente, en esta emergencia Chile tuvo a la mujer equivocada en el lugar equivocado.
El Mercurio.
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