
DOCUMENTO YA PUBLICADO PERO QUE TIENE PLENA VIGENCIA
EL MERCURIO, Domingo 28 de Noviembre de 2004
Jaime Guzmán
y los Derechos humanos
(Entrevista de Enero de 1987)
A fines del régimen militar, el entonces secretario general de la UDI decidió explicar a un reducido auditorio su posición respecto a la represión política. Este texto - aparecido en “El Mercurio” en Noviembre de 2004 – ilustra el pensamiento de uno de los civiles más influyentes del gobierno de Augusto Pinochet.
Enero de 1987, Juan Pablo Illanes entrevistó a Jaime Guzmán en el encuentro “Líderes de cara al futuro” realizado en el Centro de Estudios públicos. En un auditorio compuesto por jóvenes, el fundador del gremialismo y – en ese entonces – secretario general de la UDI analizó el gobierno militar y explicó su opinión respecto al retorno a la democracia. Entre los temas tratados, destacó su análisis de la situación de los derechos humanos durante el gobierno de Pinochet y el impacto que tendría para los gobiernos del futuro. En este extracto de las conversaciones entre Juan Pablo Illanes y Jaime Guzmán reproducimos sus impresiones en momentos en que se discuten las repercusiones del Informe sobre Prisión Política y Tortura.
Juan Pablo Illanes:
- El texto de la Constitución, no cabe duda, protege bien los derechos de las personas. No obstante, llama la atención que a este Gobierno se le formulan graves acusaciones en relación con el respeto a los DD.HH. Se le acusa de desapariciones, se indica que ha habido ejecuciones sumarias, aparentemente irregulares. Hay una serie de acusaciones de esta naturaleza, que pueden traer secuelas sociales muy graves y que, a juicio de muchos, constituyen un germen de inestabilidad futura. Me gustaría preguntarte a ti, que estuviste participando en el gobierno desde el comienzo, tu opinión sobre estas acusaciones.
Jaime Guzmán:
- Yo creo que eso nos lleva a un tema delicado e importante, que debe ser tratado de la manera más seria y franca posible. Creo, desde luego, que no se refiere básicamente a la consagración constitucional de los derechos, porque en general las transgresiones a los derechos humanos son actos que desbordan la legalidad y que por cualquier causa no son aclarados debidamente para su sanción correspondiente. Por eso no se trata principalmente de un problema de orden jurídico sino de un problema de orden práctico.
Creo que cualquier enfoque serio del tema de los DD.HH. durante este régimen debe partir de una realidad que enmarca el análisis. Esa realidad es que el actual régimen accedió al poder en medio de un cuadro objetivo de guerra civil, al cual el país había sido arrastrado deliberadamente por el gobierno anterior. Este hecho reviste la máxima importancia, porque la realidad histórica enseña que no hay situaciones objetivas de guerra civil que no acarreen muy dolorosos y graves hechos de violencia, de muertes y de transgresiones a los derechos de las personas. El primer problema que, por tanto, hay que dilucidar, es cuánta responsabilidad y cuan grave responsabilidad tiene el gobierno de la Unidad Popular en muchos de los hechos que debieron sufrir sus propios jerarcas, como consecuencia del cuadro de guerra civil que ellos provocaron.
Por esta razón, no puedo aceptar, en conciencia y después de haber reflexionado durante trece años, que los dirigentes y partidarios del régimen de la UP pretendan enfocar este problema unilateralmente, colocándose en la calidad de víctimas y acusando al Gobierno militar de victimario. Me parece que eso es una falsedad y una osadía moral inaceptable, quizá sólo explicable – en ciertos casos – por la falta de objetividad que pueden producirse en el ser humano las situaciones de muy grave dolor.
Producido el 11 de Septiembre 1973, se desencadena una serie de hechos que son consecuencia inevitable del cuadro de guerra civil generado por la UP. Esto no quiere decir que sean hechos justificables, pero sí indica que la responsabilidad de su ocurrencia recae en mucho mayor medida en quienes hicieron necesaria la intervención militar con esa guerra civil que incentivaron, que en quienes se vieron en la obligación, completamente ajena a su voluntad, de conjurarla. Porque está claro que el advenimiento del Gobierno Militar no fue algo que las FF.AA. y Carabineros buscaran.
Con el correr del tiempo, empiezan a yuxtaponerse dos realidades. Por un lado, la que acabo de señalar. Por el otro, la dinámica peligrosísima que tienden a adquirir los organismos de seguridad en los gobiernos autoritarios. Es allí dónde pasamos a un área distinta de realidades, en que de excesos inevitables se pasa a excesos evitables, y por ende condenables respecto de la autoridad que los llevaba a cabo. Quiero subrayar cómo estas dos realidades se yuxtaponen, para hacerles vislumbrar lo difícil que era superar adecuadamente este problema. Naturalmente que el tema habría sido muy simple de abordar si uno parte de la base que no se requería un Gobierno Militar, o que el Gobierno Militar llegó en condiciones diversas a una guerra civil. Pero si llegó en condiciones propias de una guerra civil y él fue indispensable para conjurarla, necesariamente estas dos realidades deben ser analizadas como elementos que confluyen en un cuadro muy complejo.
¿Dónde estaba, a mi juicio, la solución del problema? Precisamente en ir desmontando gradualmente la dinámica peligrosa que habían adquirido los servicios de seguridad, al excederse abusivamente en forma que era evitable, pero realizar eso sin restarle potencia a la esencial lucha antiterrorista.
Me parece indispensable, incluso señalar, en forma bastante categórica que hay dos maneras en que el estado puede violar los DD.HH.; una por acción y otra por omisión.
Cuando la autoridad no combate a la subversión o al terrorismo de una manera eficaz, no es acusada en ningún foro internacional de violar los DD.HH., pero los está violando por omisión porque a ella le corresponde evitar los atropellos a los derechos humanos que implica toda la acción terrorista y subversiva.
El problema, entonces, nace en que hay que armonizar la eficacia en la lucha antisubversiva y antiterrorista, que es la lucha exigida por los DD.HH., con el respeto a los parámetros éticos y legales que enmarquen esa lucha dentro de los criterios aceptables desde la dignidad del hombre que nos inspiran. Ese elemento permite apreciar el problema desde una dimensión seria, no simplificada ni panfletaria como desgraciadamente ha tendido a abordarse en chile. Estoy perfectamente consciente que decir estas cosas no es fácil ni es grato, porque se ha producido en amplios sectores del país una simplificación unilateral, emocional y superficial del tema. Digo esto además, porque personalmente desde los inicios de este Gobierno, el tema de los DD.HH. me preocupó muy intensamente. Me preocupó por una cuestión ética y por una cuestión de sensibilidad. Hay personas que son más o menos sensibles a estos temas, y yo lo soy mucho.
En esa época, dicha preocupación era estimada algo excéntrico y curioso por la enorme mayoría de los sectores civiles que apoyaban al Gobierno Militar y que miraban todas las inquietudes que yo planteaba como algo muy secundario o como un mero costo que había que asumir sin más.
Además, hay un aspecto de mi ingerencia dentro del gobierno durante esa época, en el cual no me parece abundar públicamente. Pero no cabe duda que la disolución de la DINA, y el subsecuente reemplazo del general Contreras en la dirección del organismo que la sustituyó fue un paso decisivo en una tendencia o evolución favorable del problema. También siento el deber moral de decir que algún día se reconocerá el papel decisivo que en igual línea tuvo Sergio Fernández como Ministro del Interior, etapa en que se puso fin al gravísimo hecho de los detenidos desaparecidos y en que se mejoró notoriamente la situación general de los DD.HH., aun cuando en el arduo desafío de combinar lo anterior con la eficacia de la lucha antiterrorista y antisubversiva, el ex Ministro Fernández no lograse en plenitud todo lo que se propuso a favor de los DD.HH. y por lo cual luchó silenciosa pero incansablemente, y con frutos que sólo la extrema pasión política actual es capaz de pretender desconocer.
Me interesa también subrayar en este tema que el caso chileno presenta una original y atinada solución jurídica y que fue una idea impulsada por Sergio Fernández, en 1978. Esa solución fue fijar una fecha determinada por ley, como término de las secuelas de la guerra civil.
Esa fecha es el 10 de marzo de 1978. La norma o fórmula que se buscó para eso fue la Ley de Amnistía, que borró los delitos cometidos en el período 73-78, por ambos bandos.
Cuando la Ley de Amnistía fue promulgada, la jerarquía de la Iglesia católica la celebró como una medida de conciliación, porque, de hecho, como producto de esa ley, salieron en libertad dirigentes o activistas de la UP que estaban condenados o procesados por delitos cometidos antes del 11 de Septiembre de 1973, o después de esa fecha, y por cierto que también la ley apuntaba a blanquear jurídicamente, que eso es la amnistía, los delitos que se hubieran cometido por los órganos de seguridad en la lucha contra las secuelas de la guerra civil, producidas entre los años 73 y 78.
Pero todo lo ocurrido con posterioridad al 11 de marzo de 1978 en Chile está sujeto a la jurisdicción común, de manera que la discusión de si debe haber o no juicios para los actos que impliquen trasgresión a los derechos humanos no tiene ningún sentido en la realidad chilena. La solución ya está dada. No hay sanción para los hechos ocurridos antes del 11 de marzo de 1978.
La UDI ha señalado, y yo quisiera subrayar esta tarde, que donde recae la principal responsabilidad del actual Gobierno al respecto, es en el esclarecimiento de de los hechos que impliquen violación de los derechos humanos – y especialmente de los crímenes de connotación política – acaecidos con posterioridad al 11 de marzo del año 78, y que desgraciadamente no han sido esclarecidos de la manera en que es indispensable que lo sean para que se juzgue y sancionen conforme a la legislación vigente, y se despeje así un elemento que puede ser extraordinariamente traumático en el paso del gobierno militar hacia la plena democracia. Creo que allí hay una responsabilidad pendiente del actual gobierno.
Juan Pablo Illanes:
- Sobre la base de los mismos argumentos que tú diste, el problema de omisión se aprecia como muy grave. Hay una serie de asesinatos importantes, ninguno de los cuales está aclarado. A raíz de uno de ellos se produce incluso la renuncia de uno de los miembros de la Junta de Gobierno. Recordemos que Nixon no cayó por lo que ocurrió en Watergate, sino que por su encubrimiento posterior. Las omisiones y la continuación hasta hoy de los conflictos, ¿no crees tú que indican que el problema de los derechos humanos está muy lejos de haber sido superado en marzo de 1978?
Jaime Guzmán:
- Yo creo que está lejos de haber sido superado. Justamente allí reside el problema. Creo que lo que está superado es la solución jurídico-política al problema, que en otros países fue necesario resolver en el momento del traspaso del gobierno militar al gobierno civil o después de instalado éste. Hay una solución jurídica. Pero ¿Cuál es el gran problema? Precisamente lo que tú señalas. El problema reside en que hay una serie de hechos posteriores al 11 de marzo de 1978 que no han sido esclarecidos y cuyas víctimas son opositores al Gobierno. Esto no autoriza a culpar al Gobierno de los hechos, pero sí hace válida la exigencia de que él los esclarezca, o preste la colaboración eficaz e indispensable a los organismos policiales para que estos casos sean esclarecidos por el Poder Judicial. El caso de los tres dirigentes comunistas degollados es uno de los más agudos en la materia. Porque allí hay constancia fehaciente de participación de uniformados en el inicio de los hechos que condujeron a que estas personas fueran finalmente asesinadas y degolladas. Por esa razón es que estimo fundamental insistir en este punto como una exigencia que nace de un imperativo ético.
Esto es lo que considero un enfoque serio y equilibrado del tema de los derechos humanos.
Rechazo que se simplifique el problema, poniendo en plan de igualdad, por ejemplo, el caso de Lonquén o de los comunistas degollados. Quien pone en igualdad de condiciones los dos casos, por una vía o por otra, está revelando una falta de seriedad absoluta en el análisis del problema. Si las pone en igualdad de condiciones en forma acusatoria, está desconociendo la situación de guerra civil en la cual se dio el caso de Lonquén. Y si las pone de igualdad de condiciones para pretender una supuesta absolución u olvido del problema, yerra gravemente porque desconoce el hecho de que el caso de los degollados no puede quedar impune sin que para el Gobierno recaiga una grave responsabilidad por no contribuir eficazmente a esclarecer el caso.
Creo que estos hechos tienen tal gravitación que, efectivamente, pueden opacar realizaciones extraordinarias de un gobierno en lo jurídico, en lo institucional, lo mismo que en lo económico y social. Son aspectos vitales que conmueven los valores éticos más profundos de las personas y sus reacciones más sensibles. Por eso es que yo disto de pensar que el problema está superado. Lo que sí me interesa reiterar es que eso no debe llevarnos tampoco, a estimar, que estas acciones injustificables y que deben ser sancionadas, son unilaterales. O sea, tampoco hoy hay una víctima y un victimario, porque existe una permanente y sistemática acción de terrorismo y de subversión impulsada y ejecutada por el comunismo, que exige una lucha antisubversiva y antiterrorista en defensa de los derechos humanos afectados por el terrorismo y la subversión. Y también defensa de todos los chilenos en cuanto si lograra tener éxito una revolución que llevase al poder a un gobierno marxista, nuestros derechos humanos se verían conculcados en medida incomparablemente más grave que todo lo peor que haya sucedido en Chile desde 1973.
Por esa razón, lo que hay que propiciar tiene que ser realista y equilibrado. Hay que fortalecer la lucha antisubversiva y antiterrorista en términos que ella resulte eficaz, evitando caer en las consignas descalificatorias contra los organismos encargados de un combate que, hablando con sinceridad, tienen una rudeza que le es inherente e inseparable.
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