martes, 3 de agosto de 2010

INDULTO Y TRATAMIENTO HUMANITARIO


EDITORIAL EL MERCURIO

Indulto y tratamiento humanitario


La iniciativa promovida por la Iglesia Católica y luego seguida por las iglesias evangélicas respecto de un indulto general en el marco del Bicentenario desembocó en una discusión política que impidió evaluar adecuadamente el problema real. La orientación del debate hacia la inclusión o exclusión de los condenados por violaciones a los derechos humanos —y, por ende, a la discusión acerca de quiénes pueden ser aptos para recibir la clemencia del Estado y quiénes no— impidió discutir serenamente sobre el tratamiento que debe otorgar el Estado a los condenados a penas privativas de libertad cuya avanzada edad o precaria salud aconsejen abandonar el cumplimiento efectivo de sus condenas.

Una discusión ponderada debería haber incorporado el hecho de que las condiciones carcelarias de los reclusos chilenos —como lo ha reconocido con franqueza el ministro de Justicia, Felipe Bulnes— no están a la altura del país ni cumplen los estándares mínimos de espacio, seguridad y sanitarios de los reos. Conceptos similares expresó el Vicario de Pastoral del Arzobispado, Cristián Precht, quien esperaba “leyes que regularan mejor la situación de los presos comunes y una mayor clemencia para las situaciones planteadas”.

Este hecho no puede desconocerse, pues cuando el Estado condena a alguien a una pena privativa de libertad, hoy, en silencio, lo está condenando también a una serie de castigos que no declara abiertamente (hacinamiento, riesgo para su salud, seguridad personal e incluso a su indemnidad sexual).

Ninguna discusión razonable sobre beneficios carcelarios debería hacerse como si el tratamiento que se otorga a los condenados fuera muy distinto del de la realidad actual.

Siendo así, las consideraciones humanitarias respecto de los condenados de edad avanzada o en estados de salud terminal deben ser un imperativo. Sin embargo, precisamente su seriedad impone que la vía de otorgamiento no sea el indulto, que como facultad presidencial está cargada de discrecionalidad. Tampoco debería esta regulación permitir discriminaciones de ningún tipo. El Presidente Piñera ha sido enfático en anunciar que el uso de la atribución de indultar será extremadamente restrictivo, y no incluirá a una serie de condenados por delitos graves, si bien la enumeración ejemplar que hizo no permite establecer qué hechos quedarían excluidos. Lo relevante, en todo caso, es que las reglas institucionales sean claras y —para no echar mano al mecanismo del indulto— ello puede conseguirse mediante una ley que aborde esta situación (avanzada edad o grave enfermedad), como es común en el derecho comparado, o bien con la institución de los jueces de ejecución penitenciaria, que permite analizar estos casos y unificar los criterios con que se conceden tales beneficios.

Es lamentable que tras tan acalorada discusión las preguntas básicas sigan sin responderse: ¿gana algo el Estado o la sociedad por hacer que los condenados mueran o pasen sus últimos años de vida en las cárceles? Las exigencias de la justicia, ¿imponen siempre el cumplimiento total de la condena, sin consideración del estado en que se encuentre el reo? La enconada polarización para enfrentar este tema impedirá por ahora que el país encuentre una respuesta.



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