
Por Sonia Lira
Jan. 03 , 2011
Si usted lee esta columna, tenga un 99% de certeza de que pasé un Año Nuevo fome como pocos.
Fome, pero feliz.
Mis planes nunca fueron una fiesta after hours incluida; rodeada de gente cool bailando al ritmo del DJ de moda para rematar en la playa.
Para ser sincera, mi panorama consistió en algo mucho más humilde, sobrio y hasta aburrido si se quiere. Por ejemplo, ir a comer -marido incluido- a la casa de mis padres quienes, con suerte, aguantan despiertos hasta las 12 antes de partir a dormir, para levantarse el 2011 "sin novedad", como se dice.
Por demasiado tiempo los años nuevos representaron para mí una absoluta tortura. Como que me sentía obligada a pasarlo bomba, lo que era sinónimo de tirar la casa por la ventana o carretear hasta obtener aspecto de zombie dicharachero.
¿Quién no ha sentido alguna vez la malsana presión de divertirse según el gusto de los demás? ¿O culpable por estar cansada (o) y no desear más que irse a la cama en compañía de un buen libro, mientras se supone que la familia y amigos festejan como Dios manda?
Por suerte, al igual que la juventud, se trata de una enfermedad que se cura con los años. Evidentemente, la presión social es una tara que hace crisis durante la adolescencia, porque si usted está ya madurito y sigue preocupado de pasarlo bakán, mejor hágase ver.
Cuando niña, las expectativas no pasaban de reunirme con mis primos y encender una estrellita (fuego artificial jurásico) y, como mucho, hacer explotar un petardo. Total, durante la infancia una no tiene que rendirles cuentas más que al momento y a su propia alegría.
Desgraciadamente, toda esta paz se acabó con la llegada de la adolescencia. En esos años llenos de gustos prestados (¡si hasta la base me hice para verme crespa como mis amigas!), o tienes un panorama increíble y lo pasas súper, o eres una loser sin remedio.
Todavía recuerdo ese peregrinar a pata o en el auto de alguna amiga -todas apretujadas- en busca de la fiesta más taquilla y con los minos más regios y onderos. Por supuesto que lo habitual era que cada lugar al que llegábamos fuera menos prometedor que el anterior, con piscolas rancias y unos platos con ramitas altamente sospechosos. Sin hablar de los supuestos príncipes azules que iban a aparecer en medio del humo.
Toda esta situación me provocaba un vacío existencial que soportaba estoica y, entonces, la perspectiva de llegar a vieja en una casa de reposo aparecía como un panorama bastante digno, después de todo.
En medio de esos años nuevos de terror, el top one lo ocupa la única vez que mis padres aceptaron prestar la casa para que hiciera una fiesta. Nada sabían ellos de la nueva costumbre de iniciar el carrete a las dos de las mañana. Ingenuos, organizaron una comida a las siete de la tarde para que a las nueve de la noche, mi hermana y yo pudiéramos celebrar "como señoritas" hasta las 12 en punto. Juraban que todavía estábamos en los tiempos de los malones y grande fue su sorpresa cuando pasaban las horas y mis "amiguitos" no llegaban. Por supuesto que yo tenía una cara de tres metros ante la desubicación de mis progenitores.
El primer convidado tocó el timbre pasada la medianoche para preparar la música. Todavía no terminaba de poner los parlantes, cuando mi papá, furioso, irrumpió en medio de la improvisada pista de baile, encendió las luces, desenchufó el equipo y los echó a todos por provocar ruidos molestos a las dos de la mañana.
-"¡Pero tío!" -dijo el encargado de la música que nunca había visto a mi papá- "¡todavía no partimos!".
-"Para empezar, no soy tu tío, pailón"-respondió -, "así que te mandas a cambiar con esos discos endemoniados".
Esa fue la primera y última vez que intenté tirar la casa por la ventana para un Año Nuevo.
Quizá sea debido a este trauma (por un año debí soportar el mote de "la hija del ogro" que hoy aprecio tanto la tranquilidad que otorga un ambiente íntimo, discreto.
La última vez que casi me pierdo fue para la llegada del 2000, durante una fiesta de disfraces que organizó mi entonces suegra en un balneario del sur de Chile. Pasaba el tiempo y nadie daba luces de comenzar el baile. ¿Qué esperaban? Yo ya no daba más y aproveché el mal genio de mis perros salchichas (también les cargaba trasnochar) como excusa para irme a dormir. "Si no los acuesto (eran muy regalones Q.E.P.D.) corremos el riesgo de que ataquen a El Zorro (el marido de mi ex suegra) o a La Máscara (mi ex cuñado)", dije decidida.
Seguro me odiaron o, peor aún, me acusaron de fome.
Y hasta aquí nomás escribo porque en este preciso momento estoy sufriendo un ataque de bostezos.
¡Feliz Año Nuevo!
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