
MEO: LA VERDAD DE LA MUERTE DE SU PADRE
“En el dominio de la historia es donde el escepticismo se
complace más en hace su irónica pregunta: ¿Quid est veritas?
¿Podemos hablar de una verdad histórica, cuando constatamos cada
día que todo el mundo refiere la suya, que es diferente a la
verdad de los demás?
La gran debilidad de la historia es que los fragmentos de verdad
que ella puede comprender son los que están más a menudo
aislados y alterados por las pasiones y los intereses.”
Guglielmo Ferrero
Ginebra,
1936
Terminó por irritarme el asuntito ese de “mi padre asesinado por
los militares”, tan recurrentemente utilizado por el ex
candidato Enríquez Ominami en los pasados meses.
Puedo entender, y hasta celebrar, que un ciudadano lleve flores
a la tumba de su padre, cualesquiera que hayan sido las causas
de su muerte, o sus culpas. Y puedo, también, considerar la
posibilidad remota de que el señor Enríquez Ominami haya sido en
su infancia mal informado sobre los antecedentes y las
circunstancias de la muerte de su progenitor. Lo que implica
haber optado por mantenerse luego en un limbo durante los
últimos 35 años.
Pero los chilenos en su globalidad no pueden ser tan imbéciles –
ni aún los que ni siquiera habían nacido en 1974 – como para
tragarse tamaña estupidez.
“Asesinado por los militares”, así, a sangre fría y sin razón
alguna, como quien dice, no guarda relación con los hechos
reales. No es esa, ni cercanamente, la historia de sangre que
me tocó de cerca. Y la majadería del joven socialista que
intenta abrirse paso en la política local mediante la
manipulación de la memoria colectiva, me lleva a recordarla para
Uds.
Asentemos, en primer lugar, que la inmensa, abrumadora mayoría de
los miristas, socialistas y terroristas de todo tipo que se jactan
hoy de haber combatido “contra la dictadura” – y piden, de paso,
pensiones y reconocimiento por ello - simplemente jamás lo
hicieron. En primer lugar, porque iniciaron su actuación
criminal hacia 1968, unos cinco años antes del golpe de 1973 que
puso a las FF.AA. en control del país. No había dictadura militar
que combatir entonces (1968-73), y su actuación se limitó al
bandolerismo simple, en procura de fondos y titulares de prensa.
Hubo, eso si, énfasis en daño, lesiones y muerte de trabajadores
inocentes o simples ciudadanos. Desprecio absoluto por la vida de
quienes, o no compartían sus designios de violencia, o casualmente
se interponían durante la ejecución de sus asaltos.
En segundo lugar, porque sus acciones armadas durante el
gobierno militar de 1973-89 se aplicaron de preferencia contra
civiles desarmados – usualmente empleados de la banca y otras
empresas con dinero efectivo que sustraer – y consistieron casi
siempre en violentos, a menudo sangrientos asaltos en procura de
bienes, dinero y primeras planas.
En cuanto a los uniformados abatidos por el terrorismo después
de septiembre de 1973, estos fueron, en alto porcentaje,
carabineros salientes de servicio, asesinados de un tiro en la
espalda mientras esperaban locomoción colectiva en el paradero
más cercano a su cuartel. O custodios de monumentos (como el
de la “llama eterna” en el Cerro Santa Lucía), liquidados
también por la espalda y sin opción de defensa alguna. Unos
pocos fueron asesinatos selectivos de autoridades, mediante
golpes de manos sorpresivos, de los cuales los casos del
coronel Roger Vergara y el general Carol Urzúa son los más
representativos. Se cometieron esos atentados, como se
recordará, actuando sobre seguro, a mansalva, sin arriesgar ni
remotamente un enfrentamiento armado. Acribillar a la víctima
y desaparecer era el método. Eficiente, por cierto.
Solo enfrentaron a fuerzas militares – tales terroristas asesinos
- en los pocos, contados casos extremos en que fueron rastreados y
cercados. Y aún así, para el sólo efecto de escabullirse y
desaparecer, cuando pudieron hacerlo.
Asesinato cobarde y terrorismo, entonces, si los hubo y a
destajo. “Expropiación” de dineros de la banca y empresas con
caja disponible, también. Con víctimas civiles inocentes y en
medida abundante. “Daño colateral”, creo que le llaman.
Pero “combate heroico” a la dictadura en el sentido que hoy se
da al término, para nada.
Aclarado lo anterior, se entenderá que la ciudadanía – y en
particular los empleados bancarios – manifestaran un marcado
rechazo a la actuación de esos desalmados, y que – partidarios o
no de la intervención militar del 73 – vieran con beneplácito
todas las medidas encaminadas a suprimirlos.
Así como entre los movilizados del 78’ en la emergencia bélica
que provocó Argentina existió, para efectos de apechugar con la
guerra y sus consecuencias, absoluta transversalidad entre
detractores y partidarios del gobierno militar – lo que viví
personalmente – también entre los empleados bancarios de esos
años, representantes de una enorme masa ciudadana de distinto
pensamiento político, el rechazo al terrorismo brutal y la muerte
de trabajadores inocentes fue ampliamente mayoritario. Casi
universal.
Como se ha comentado – de fuentes socialistas, lo que hace algo
dudosa la veracidad del suceso – el presidente Allende le
habría mandado, desde la Moneda cercada el día “once”, un
particular recado al líder mirista – y padre del citado ex
candidato Enríquez Ominami – el señor Miguel Enríquez Espinoza.
“Díganle a Miguel que ahora le toca a él” dicen que dijo el
Presidente de la Unidad popular, o algo así. Menudo encargo.
Haya sido por esa causa, o por mera vocación criminal, el
señor Enríquez y sus tenebrosos muchachos – amnistiados de su
pasado sangriento no hacía mucho por el Presidente marxista,
atendido su carácter de “jóvenes idealistas” (así como
asociando el concepto a “deportistas”) - pasaron al
clandestinaje e iniciaron una serie de acciones delictivas,
diz que con miras a procurarse los imprescindibles fondos que
requerían para su actividad de terror y muerte.
Encontramos hoy en Internet el relato romántico de tales
desmanes, en que se oculta cuidadosamente el trasfondo criminal
que golpeaba a la ciudadanía. Se acuña allí el concepto de
“lucha heroica” a que nos hemos referido. Pero no se habla una
palabra de los cientos de trabajadores inocentes que fueron
violentados, amedrentados, heridos y hasta asesinados en el
proceso, llevando luto y dolor a sus familias. Como lo habían
sido durante el período 1970-73 por la izquierda violentista y
su aliado natural, el lumpen, sueltos ambos en las calles y en
los campos de Chile.
Y resulta que a los trabajadores de la banca, y de otras
empresas que custodiaban fondos en sus oficinas, mal podía
importarles la justificación ideológica de una lucha que
amenazaba directamente sus vidas y su integridad, dejando
desprotegidas a sus familias. Y sin posibilidad alguna de
autodefensa.
Allá los miristas con sus ideales. Que se enfrentaran a los
militares parecía hasta lógico, en su vesánica filosofía de
violencia. Pero que, a la pasada, no trepidaran en herir y
asesinar a trabajadores sin arte ni parte en el asunto – que a
veces compartían las doctrinas de la Unidad Popular - era cosa
muy distinta.
Para entender cabalmente la situación de violencia mirista que
se vivió en esos años – o meramente recordarla para quienes
fueron sus actores – parece conveniente relatar en detalle los
sucesos culminados el 5 de octubre de 1974 con la muerte de
Miguel Enríquez.
Hablo de los acontecimientos reales, la verdadera historia. No
de la historieta posterior que pretende lavar la imagen
sangrienta de los matones del MIR.
He aquí los hechos.
1974
Luego de un prolongado fin de semana “con puente” que favoreció
unas Fiestas Patrias celebradas bajo toque de queda, la semana
laboral bancaria se inició sin novedades el día lunes 24 de
septiembre de 1974.
Una considerable cantidad de dinero recogido por el comercio
durante esas fiestas empezó a fluir hacia las distintas
sucursales de los bancos en todo el país. En 24 horas, las
bóvedas de estos empezaron a rebosar de billetes, a la espera de
ser recogidos por los camiones que los trasladarían a sus
oficinas centrales, o los distribuirían en aquellas sucursales
que los necesitaran. Si uno va a pensar como asaltante,
ciertamente ese era un buen momento para un golpe de mano, con
la casi certeza de obtener un botín redituable.
Un día de mediados de esa semana, en la pequeña sucursal
“Huelén” del Banco de Chile – hoy, desaparecida – ubicada en el
subterráneo de la galería y cine de igual nombre, en Santiago
Centro, ocho empleados se ocupaban, poco antes de las 9 horas,
de preparar los elementos para lo que se esperaba sería otra
larga y pesada jornada.
El actor principal a la indicada hora era, desde luego, el
cajero-tesorero de la Sucursal. Su día se iniciaba con la labor
de proveer de fondos a los otros cajeros para el inicio de las
labores, y luego, además de actuar el mismo como cajero
recibidor y pagador de sumas mayores durante el horario de
atención, debería controlar todo el movimiento en efectivo del
día laboral y cuadrar en global las partidas contables
relacionadas. En su poder estaban, como está establecido, las
llaves de la bóveda de la oficina.
La diminuta sucursal Huelén no contaba entonces con un guardia de
seguridad. En realidad, no había tales guardias en ninguna
sucursal del Banco de Chile en 1974. Ni en toda la banca, porque
la legislación vigente no los exigía. Sólo en la Oficina Central
prestaban tal tipo de servicios tres detectives jubilados –
vistiendo tenida civil – y un cuarto cumplía igual función en
Valparaíso. Era toda la protección de seguridad con que contaba
el Banco de Chile en el contexto nacional. Tampoco había en la
sucursal Huelén ese día arma de fuego alguna. Un revólver de 6
tiros de .38” de calibre y cañón corto – según la autorización de
Superbancos – debió registrarse en su inventario. Pero, como en
la mayoría de las sucursales pequeñas, no había tal arma. Ni
menos alguien que fuera perito en su manejo y capaz de utilizarla
en una emergencia. La dotación de ocho empleados, entonces,
apenas suficientes para la operación de una pequeña oficina de
servicios, no orientada especialmente a los grandes negocios,
activaba a esa hora los preparativos de un día laboral a minutos
de iniciarse.
De súbito, cuatro individuos portando armas de puño, y a rostro
descubierto, irrumpieron en las oficinas intimidando al personal
y gritando órdenes que pusieron a todo el mundo manos arriba. Y
casi enseguida, tumbados en el piso.
Los asaltantes exigieron de inmediato, entre órdenes vociferadas
y puntapiés a los empleados tendidos en el suelo, la entrega de
las llaves de la bóveda.
El citado cajero-tesorero – de nombre Renato Robinson del Canto –
se encontraba al interior de su caja preparando los vaucher de
traspasos internos de fondos y su libro de caja. Todavía no
iniciaba la entrega de valores a los otros cajeros. Reaccionó
instintivamente a los sucesos cerrando – como si de algo sirviera
- la puerta de su caja y arrojando con disimulo las citadas
llaves al piso, a un rincón oscuro del pequeño recinto y fuera de
la vista.
Un hombre muy especial, Renato Robinson. Alto y robusto, en sus
medianos treinta, padre de familia, deportista y especialmente
apreciado por sus pares en razón de su carácter grato y afable.
De disciplinada y larga militancia sindical, contaba no sólo con
la confianza de la empresa en sus labores de cajero-tesorero,
sino también con el respeto bien ganado de la organización
sindical de los trabajadores del Banco de Chile. Practicaba ese
empleado bancario un deporte peculiar: la halterofilia. Por
ello, una fuerte contextura de hombros, brazos y piernas
poderosos, desarrollada en esa práctica, unida a su aventajada
estatura, originaba en su círculo inmediato bromas y comentarios
jocosos acerca de una fuerza hercúlea.
Los asaltantes identificaron rápidamente al custodio de las
llaves de la bóveda – en la que se guardaba en esos momentos una
reserva considerable – y requirieron bruscamente a Robinson
salir de su caja y abrir el recinto abovedado. Como este se
mantuviera en su lugar, hosco y en silencio, uno de los bandidos
trepó al mesón de atención de público, y desde allí alcanzó la
parte superior descubierta de la caja pagadora N° 1. Procedió
entonces a golpear repetidamente al cajero-tesorero en la cabeza
con el caño y empuñadura del revólver que portaba, produciéndole
distintos cortes en el cuero cabelludo que empezaron a sangrar de
inmediato. Lo amenazó seguidamente con disparar contra él su
arma, si no salía de su refugio en tres segundos. Sin opciones,
casi ciego por la sangre y el dolor, el amenazado abrió la puerta
y abandonó la caja. Hilos de sangre corrían por su rostro y la
parte superior de su camisa ya mostraba extensas manchas rojas.
Fue al punto empujado contra un muro, inmovilizado mientras se
registraba sus ropas, y luego emplazado claramente, entre feroces
insultos intimidatorios, a entregar las llaves de inmediato o
morir ahí mismo.
El líder del grupo asaltante, un hombre en sus 30, alto y
delgado, de tez blanca, cabello castaño claro y bigote – según
la descripción posterior - procedió en ese momento directamente
con esa intimidación, mediante nuevos gritos e improperios.
Manifiestamente irritado por el silencio del interrogado,
propinó acto seguido - con viril valentía - varios golpes de
puño en el rostro de su víctima, en tanto le sujetaba de la
pechera de su camisa. Grave error.
Un impulso atávico, o quizás la desesperada reacción del
torturado que intuye su próximo fin, gatilló una orden en el
cerebro de Renato Robinson, y este, empujando a su atacante para
darse espacio, lanzó un derechazo – con toda su alma y el poder
de unos hombros acostumbrados a mover 100 kilos de pesas de
hierro – que impactó en pleno rostro de su acosador. Este
salió proyectado con violencia hacia atrás y se estrelló contra
un escritorio a 4 o 5 metros de distancia, semiaturdido. Dos de
sus cómplices acudieron de inmediato en su ayuda para ponerlo de
pié. Medio farfulló entonces una orden que todos en el recinto
percibieron distintamente: “Bájalo”. El tercer acompañante,
nivelando su arma - un revólver - disparó a corta distancia –
quizás dos, o dos y medio metros – seis tiros calibre .38 contra
el cajero inerme quien, también semi aturdido por la golpiza
anterior, se mantenía de pie junto a la pared.
Los testigos presentes que declararon más tarde ante la policía –
vale decir, el resto del personal de la sucursal Huelén – no
atinaban a explicarse como fue que, a esa corta distancia, el
terrorista errara su primer tiro. Pero enseguida los otros
cinco gruesos proyectiles impactaron al cajero en su vientre, en
una zona que abarcó desde el ombligo al pubis. Pero el hombre,
increíblemente, no cayó. Quizás si porque en ese momento se
apoyaba en la pared contra la que había sido acosado.
Los asaltantes – siempre vociferando insultos – tomaron entonces
a su maltratado jefe y llevándole casi en vilo, sangrando de la
boca, abandonaron el recinto. Su botín consistió en un
artefacto metálico de seguridad, portátil, del tamaño de una
caja de zapatos, conteniendo una magra suma en efectivo.
El jefe administrativo de la sucursal procedió en ese instante,
mientras el resto de sus compañeros se apresuraban a socorrer al
baleado, a cumplir las pobres instrucciones vigentes a esa fecha
para tales eventuales contingencias: llamar de inmediato a una
ambulancia, así como dar aviso a las autoridades del Banco y a
la policía. Poco más habría podido hacer en esos momentos, en
verdad.
Renato – y nunca he podido explicarme la razón de ello – fue
trasladado por sus afligidos compañeros al baño del personal de
la sucursal. Quizás porque había disponibilidad de agua allí,
aunque tampoco ellos se explicaban más tarde la razón de ese
traslado. Como fuere, el herido insistió en hacerlo por su
propio pié, pero ya en el lugar, sus piernas aflojaron y cayó al
piso. A poco, perdió la conciencia. Los cinco proyectiles de
.38 de pulgada habían atravesado su cuerpo por debajo de la
línea del diafragma, perforando numerosas asas intestinales y la
vejiga, pero sin tocar – según se comprobó en el quirófano –
vasos importantes que pudieran haber causado una hemorragia
fulminante. Tampoco la columna vertebral. En esos momentos, el
contenido de sus intestinos y vejiga se vertía inconteniblemente
en las serosas de su cavidad abdominal, infectando los tejidos.
Y los vasos cercenados por las balas empezaban un sangrado
continuo.
Yo detentaba entonces el cargo de elección popular de
Secretario Nacional de la Federación de Sindicatos del Banco de
Chile, formada por 14 organizaciones de base a lo largo del
país. Una serie de episodios anteriores – aunque sin el
cruento resultado del que recuerdo en estas líneas - había
establecido un compromiso de la empresa para darme inmediato
aviso de tales emergencias. Me correspondía actuar en tales
casos, además de mi representación sindical, por mi cargo
laboral en la recién creada Sección Bienestar.
Un llamado de la gerencia me alertó, pues, de lo ocurrido,
unos 20 minutos después de que Renato Robinson fuera baleado.
Me trasladé sin demora al lugar, a pié - a la carrera en verdad
- desde mi escritorio, ubicado apenas a cuadra y media de la
Sucursal Huelén, y llegué allí en los momentos en que una
ambulancia de la Posta Central (bendita sea) se alejaba a toda
sirena con el herido en su interior. Luego de recabar un breve
informe de los alterados empleados que habían presenciado los
hechos, y con la policía ya en el lugar, paré en la esquina un
taxi que me condujo en breves minutos al edificio de la Posta,
en la calle San Francisco con Diagonal Paraguay.
Tuve suerte. Uno de los equipos de cirugía mayor de emergencia
de ese centro ya intervenía al herido en el quirófano, y en él
participaban varios médicos conocidos. Mi hermano, entre
ellos. Recibí, en consecuencia, información inmediata y
contingente de todo el proceso en marcha, los pasos a seguir y
el limitado pronóstico que se podía establecer a esas alturas.
La cirugía, primera de muchas en el futuro, se prolongó por
varias horas. Había que ubicar cada perforación en los
intestinos – y eran docenas de ellas – y suturarlas, además de
clampear y luego también suturar todas las arterias sangrantes
y venas cercenadas. Además de practicar la inevitable
colostomía que dejaría al herido, si sobrevivía, defecando
durante meses por un ano artificial. Y estaban, también los
graves daños a la vejiga.
Quienes recuerden el caso del Papa Juan Pablo II, agredido en
la Plaza San Pedro – en 1981 - con dos balas de 9 mm. que
atravesaron sus intestinos, podrán imaginar el efecto de cinco
proyectiles de mayor calibre impactando en la cavidad abdominal
de un ser humano.
Fue una fortuna que tales proyectiles no alcanzaran el torso
del cajero, por encima del diafragma. Habrían producido con
mucha probabilidad daños en las vísceras allí ubicadas (hígado,
pulmones, bazo, páncreas, estómago y corazón) y destrozado los
vasos que las irrigan, desde luego. Y probablemente, como en
el caso posterior de Jaime Guzmán E., en 1991, el estallido de
alguna de éstas por efecto de la velocidad del proyectil,
multiplicada por su masa, al producirse el impacto. Nada de
eso había ocurrido, sin embargo, por mediación del ángel de la
guarda de Renato Robinson. Eso pensaba en esas horas negras su
esposa, una mujer de gran temple, y seguramente aún lo cree
así.
Pero las lesiones eran de tal consideración, que se temió
repetidamente por la vida de nuestro compañero en los meses
siguientes, y tardaría después varios años en alcanzar una
recuperación apenas suficiente para reasumir sus labores.
En esas iniciales horas tensas y angustiantes, mientras me
ocupaba – comisionado especialmente por la Administración del
Banco de Chile para ello - de atender y asesorar a la
angustiada familia de la víctima, una rabia inmensa iba
creciendo en mi alma. El mismo furor impotente que hacía
rechinar los dientes de miles de trabajadores de la banca – no
solo de aquellos del Banco de Chile – que seguían las noticias
con ansiedad.
Veíamos el resultado de un acto demencial, inútil, que ponía a
un padre de familia al borde de la muerte, o quizás la
invalidez, para satisfacer el afán de aventuras de unos cuantos
bomberos locos llamados a “salvar la Patria”. Pero salvarla
disparando sobre trabajadores inocentes, desarmados y
previamente intimidados. Así es más fácil, desde luego, y vaya
que combatientes tan valerosos los muchachos del MIR.
Un detalle, informado por los testigos a ambas policías y al
Ejército, entibiaba sin embargo mi corazón. Renato, con su
violento derechazo, había provocado lesiones visibles en el
rostro del jefe de los asesinos. Varios empleados de la
sucursal asaltada concordaban en ello. Llevado casi a hombros
por sus cómplices, su boca lucía rota, seguramente con un
labio partido, y sangraba en consonancia. La policía, pues –
y también el aparataje militar anti terrorismo, según sabría
luego – buscaba en cada rincón de Santiago a un sospechoso con
descripción clara y una herida notoria en su boca por golpe de
puño. Ya era algo.
Recibí en esos días, en ausencia del Presidente de la
Federación de Sindicatos del Banco de Chile, la solidaridad y
el apoyo expresado por escrito de todas las organizaciones
sindicales bancarias del país, agrupada en la llamada
Federación Bancaria. El propio Directorio de esa Federación se
hizo presente en la Posta Central, y luego en la Clínica Santa
María, así como en mis oficinas sindicales, proponiendo
movilizaciones de los trabajadores y actos públicos de
repudio al atentado criminal. Ilusiones, desde luego. Regían
las limitaciones del toque de queda vigente, y sólo recibimos
la negativa expresa de la autoridad militar.
Trascurrieron a continuación días de tensa espera, en que la vida
de mi cuasi-ejecutado compañero pendía de un hilo, y la
indignación de los trabajadores de la banca crecía y se iba
haciendo cada vez más densa y más oscura.
Y entonces, el sábado 5 de octubre, al cumplirse diez u once días
de los sangrientos sucesos, la buena noticia nos llegó a través de
la prensa y la TV, inicialmente. Y el siguiente lunes, mediante
confirmación directa de la Intendencia de Santiago: el autor del
cobarde crimen, acorralado en una casa de calle Santa Fe de la
Comuna de San Miguel, al sur de Santiago, había presentado
resistencia, pereciendo luego en la refriega. Se trataba del
líder mirista Miguel Enríquez. Sus cómplices huían y estaban
siendo cercados.
Vaya explosión de júbilo entre los trabajadores del Banco de Chile
y toda la banca nacional. Saltábamos y nos abrazábamos como locos
en nuestros puestos de trabajo. El asesino cobarde y ventajoso
muerto a tiros. Formidable.
El suceso se presenta por el MIR en Internet, hoy, como un motivo
de dolor y pesadumbre para el pueblo chileno, pero la verdad es
muy distinta. Al menos los trabajadores bancarios y nuestras
familias, mas el mundo civil inmediato que nos rodeaba,
estábamos, simplemente, ebrios de alegría.
Debimos postergar, sin embargo, toda celebración formal de tan
grata nueva durante más de una semana. Hasta que finalmente, el
día sábado 20 de octubre de 1974, unos 350 dirigentes
sindicales y delegados del personal de todos los bancos
comerciales de Santiago y localidades cercanas, más algunos
invitados de la Administración, nos reunimos para ese efecto en
el Estadio del Banco de Chile (Vitacura). La convocatoria era
clara, y procedimos allí a cenar y libar – de “toque a toque”
como exigía la coyuntura – animada y extensamente en celebración
del exterminio de uno de los “perros asesinos de empleados
bancarios desarmados”. Recuerdo muy bien el concepto porque lo
repetimos muchas veces a lo largo de esa noche.
Lo entendíamos entonces, y lo entiendo así hasta hoy, como el
exterminio sanitario de una plaga peligrosa, letal para la gente
decente y de trabajo. E inerme.
Como broche de oro, pudimos comentar allí – por infidencia
especial hecha desde el gobierno a nuestra gerencia, bajo
reserva – que efectivamente los restos del fallecido en calle
Santa Fe presentaban la evidencia de un serio golpe en su boca,
en proceso de cicatrización.
Así pues, dedujimos, el extremista abatido – nada menos que el
mentado Enríquez Espinoza - se había marchado de este mundo con
la huella de un magistral “combo en el hocico” propinado por uno
de los nuestros al momento de ser torturado. Detalle genial
para los que allí celebrábamos, consistente y muy adecuado a
nuestro creciente odio hacia los asesinos terroristas.
El nombre de Miguel Krassnoff Martchenko no nos era conocido
entonces, ni salió para nada a la luz en esas fechas. La carta
que, en mi condición de Presidente subrogante de nuestra
Federación de Sindicatos envié al Intendente de Santiago,
agradeciendo el feliz resultado del procedimiento
militar-policial que eliminó al líder agresor de nuestro
compañero de labores, no mencionaba a ese oficial de Ejército.
Me enteré de su existencia y participación en el procedimiento y
choque de calle Santa Fe muchos años mas tarde, y hoy le expreso
aquí – como hubiera querido hacerlo entonces – mi reconocimiento
por su valor y decidida actuación el día 5 de octubre de 1974.
Salvó – no tengo duda de ello – vidas de empleados bancarios, o
quizás de otras empresas, que habrían sido muertos en sus puestos
de trabajo por la mano demente y criminal del MIR.
* * * * * *
* * * *
Tengo en claro que rememorar tales acotados acontecimientos de
ese movido 1974 deja trunca, para efectos de ilustrar a las
nuevas generaciones, una visión más general y objetiva del Chile
post 11 de septiembre. Por “objetiva” pretendo señalar que no
todo era entonces blanco o negro. Había muchísimos grises en
la gama, e iniquidades terribles se cometían por ambos bandos.
Lo honesto es, pues, configurar un cuadro que recuerde las
travesuras de todos los involucrados, y no sólo la visión sesgada
que provee el Informe Rettig, o la historia parcial que ilustra
el Museo de la Memoria.
Raúl Olmedo D.
Febrero 2010
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