lunes, 4 de octubre de 2010

LA HORA TERRIBLE DE LOS VENCIDOS


El historiador Giles MacDonogh evoca la represión aliada sobre los alemanes

JACINTO ANTÓN - Barcelona - 02/10/2010

Vae Victis! ¡Ay de los vencidos! A ningún pueblo como al alemán al acabar en 1945 la II Guerra Mundial se le puede aplicar tan precisamente la frase de Breno, el caudillo galo que justificó con el peso de su espada la falta de contemplaciones con los romanos derrotados. La vida se convirtió en un infierno para muchísimos alemanes, cuando buena parte del mundo se felicitaba por el fin de la contienda más atroz jamás librada. La historia de los terribles padecimientos de los grandes perdedores de la guerra ha pasado en buena parte inadvertida no solo porque el castigo y la venganza de los enemigos parecían consecuencia lógica, y hasta justa, de los pecados del III Reich, sino porque los propios alemanes afrontaron a menudo esos sufrimientos con sentimiento de culpa. De todos esos sufrimientos escribe el historiador británico Giles MacDonogh (Londres, 1955) en su impresionante ensayo Después del Reich, crimen y castigo en la posguerra alemana (Galaxia Gutenberg).

El autor combina la estadística con entrevistas a testigos de los hechos

Los aliados llegaron acompañados por el odio y las poblaciones sometidas por los nazis se cobraron las cuentas en horrenda moneda de sangre. Los vencidos fueron internados en campos de concentración -a menudo en los propios lager nazis- en condiciones atroces, deportados, sometidos a marchas de la muerte y sevicias sin cuento, a torturas dignas de los peores especialistas de la Gestapo; fueron masacrados, violados, humillados hasta límites inverosímiles. En Praga, por poner solo un ejemplo, hubo una quema de alemanes colgados en fila de las farolas, como antorchas vivientes: la mayoría eran miembros de las SS, pero los checos no eran muy meticulosos al diferenciar los uniformes e insignias y también incineraron vivos a soldados de la Wehrmacht.

La noche del 5 de mayo de 1945 hombres, mujeres y niños alemanes refugiados en una escuela fueron sacados al patio de diez en diez y fusilados; los supervivientes hubieron de desnudar y enterrar los cadáveres, protagonizando escenas que no hubieran desentonado en Babi Yar. En la Könisberg sometida a la ocupación brutal de los rusos la hambruna provocó casos de canibalismo dignos del Leningrado sitiado. El general estadounidense Lucius Clay, de la comisión de Control de los Aliados, reconoció el uso sistemático de torturas a alemanes sospechosos, algunas inspiradas en las que empleaban las SS en Dachau: "Por desgracia, en el ardor de los momentos posteriores a la guerra recurrimos, para obtener pruebas, a medidas que no habríamos utilizado una vez extinguido dicho ardor".

En su pormenorizado y conmovedor viaje a la experiencia alemana de la derrota, MacDonogh combina las estadísticas -más de tres millones de alemanes muertos después de que acabara oficialmente la guerra, 16.500.000 civiles expulsados de sus hogares, 200.000 niños nacidos en 1946 fruto de las violaciones- con entrevistas realizadas a testigos de los hechos.

MacDonogh, un hombre tranquilo con ese extraordinario sentido de la anécdota relevante que tienen los buenos historiadores británicos para amenizar y humanizar sus trabajos, llegó al tema como desarrollo natural de un libro sobre Prusia en el que ya abordó las consecuencias de la derrota de 1945. Su abuelo era un judío austriaco, su familia tuvo que huir del país y pagó tributo de dolor en los campos de exterminio.

Para el historiador, "incluso el castigo legal de los alemanes resultó muy imperfecto e injusto, algo lógico cuando se piensa que en los juicios de Nurenberg uno de los jueces no era ni siquiera jurista sino un general ruso que acusaba a los alemanes de la matanza de Katyn y que los bombardeos aliados de civiles alemanes no fueron siquiera mencionados". Los colectivos alemanes que más sufrieron fueron los del Este, los de los sudetes, los de Yugoslavia... "Si eras un nazi que vivía en Suabia no padecías tanto como un no nazi de Prusia oriental". En cuanto a los prisioneros, "en Yugoslavia los mataron a casi todos, en Polonia y en Rusia los esclavizaron, los franceses se vengaron en ellos y en los campos en EE UU murieron 100.000".

Del peligro de que su libro pueda ser usado para llevar agua al molino de la ultraderecha reconoce que en efecto existe: "Esa es la razón de por qué obras así no gustan en Alemania: parece que relativicen la culpa y alivien la responsabilidad de los alemanes por los actos que cometieron. Pero eso no debe detener al historiador, so pena de ignorar injustificablemente un período de la historia".



LA RAZÓN Madrid 2 Octubre 10

Libros
«Después del Reich. Crimen y castigo en la posguerra alemana», de Giles MacDonogh. Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. 976 páginas. 30 euros.

Alemania, terror contra terror
2 Octubre 10 - Víctor Fernández - Barcelona

Desde 1943, tanto Estados Unidos como la Unión Soviética tenían muy claro que había que castigar a los alemanes una vez se ganara la Segunda Guerra Mundial. Las barbaridades cometidas por los aliados quedan documentadas en un escalofriante trabajo del historiador Giles MacDonogh.


más violencia Fotografía incluida en el libro, que analiza los sucesos ocurridos en Alemania cuando acabó la guerra






Pero ¿qué ocurrió en Alemania tras la caída de Hitler? Esa pregunta es la que contesta el historiador Giles MacDonogh en una monumental obra, «Después del Reich», que acaba de publicar Galaxia Gutenberg. El ensayo desvela la represión que la población alemana sufrió a manos de los aliados tras el 7 de mayo de 1945, cuando se ponía fin a la Segunda Guerra Mundial. Un país destruido y traumatizado al descubrir la verdad oculta de los campos de concentración padecía una nueva devastación. Como había dicho poco antes de su muerte el presidente Fran- klin D. Rooselvelt, el objetivo era que «hay que enseñar al pueblo alemán su responsabilidad por la guerra, y durante mucho tiempo deberían tener sólo sopa para desayunar, sopa para comer y sopa para cenar».


Un tema tabú

MacDonogh, en declaraciones a LA RAZÓN, explicó que se puede considerar que el tema de su libro «ha sido tabú. No es que no se haya tratado antes. La gente ha escrito sus memorias y hablado en ellas sobre esto, pero existen una serie de elementos que había que barajar para hacer este trabajo». Los datos que menciona son los que se refieren a las violaciones, ejecuciones, pillajes y otros tipos de castigos que, en muchos casos, carecen de una importante falta de documentación. Lo que sí parece claro es que a las cuatro potencias ganadoras del sangriento conflicto –Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Unión Soviética– no les tembló el pulso para dar un escarmiento a aquellos que habían sido sus enemigos. Eso hizo que incluso se llegaran a reutilizar campos de concentración, hasta algunos de los más brutales, como Auschwitz, Dachau o Bergen-Belsen.


Divisiones morales

A ello se sumó que más de 16 millones de civiles fueran expulsados de sus hogares por algunas de los países aliados. MacDonogh reconoce que «los alemanes cometieron enormes atrocidades y en extraordinarias cantidades durante la guerra, pero parece que queremos mantener siempre la idea de que dos fallos hacen un acierto. En ocasiones los aliados habían perdido su base moral al cometer aquellos actos y por algunos de los juicios que tuvieron lugar, especialmente por el tratamiento que se les había dado a los prisioneros, tanto a los criminales de guerra como a los políticos. Incluso existían divisiones morales entre los jueces que no aprobaban los estándares morales que se aplicaban. Es el caso del juez francés en Nuremberg, Donnedieu de Vabres, que tenía ideas incómodas para mucha gente».

En el libro, de casi unas mil páginas, se recogen numerosos ejemplos de los excesos cometidos en toda la Alemania liberada de la opresión nazi. La periodista Margert Boveri llegó a comparar el Berlín de mayo de 1946 con el saqueo de Roma, constatando con resignación que «sólo ahora, al observar lo que se están llevando los rusos, podemos ver lo ricos que éramos». En una estimación a la baja, MacDonogh sostiene que el número de berlinesas violadas, sobre todo por los soviéticos, se sitúa en 20.000. El exceso acabó siendo algo corriente, propiciando una especie de humor negro resumido en una popular frase alemana: «¡Mejor un Iván en el vientre que un americano en la cabeza!». Las consecuencias de los abusos sexuales desembocaron en suicidios, embarazos y enfermedades. En 1946 se calculó que uno de cada seis niños nacidos fuera del matrimonio tenían padres rusos. La «desnazificación» fue otro de los ejes de esta política, incluso para los alemanes que habían participado en la conjura para asesinar a Hitler. Uno de los casos más curiosos es el de Charlotte von der Schulenburg, cuyo marido, Fritz, fue ejecutado tras conspirar contra el dictador. Ella no pudo cobrar su pensión de viudedad hasta 1952 por ser un jerarca nazi, aunque díscolo.

El historiador está convencido de que muchas de las barbaridades cometidas contaban con el visto bueno de los máximos superiores. «Stalin sabía todo lo que estaba ocurriendo y él decía a sus soldados: “Chicos, necesitáis divertiros un poco”. Pensaba que era como una recompensa para sus hombres. Respecto a los franceses, en términos de atrocidades, por ejemplo, desconocemos si fueron sancionados por lo que hicieron en Stuttgart. Las barbaridades de los estadounidenses eran a muy pequeña escala, tal vez consecuencia de una falta de disciplina. Los ingleses, por su parte, eran un ejército profesional y no se sobrepasaron».

El responsable de «Después del Reich» apunta que las fuerzas militares que liberaron Alemania del nazismo acabaron incumpliendo «la Convención de Ginebra, emplearon a los prisioneros para hacer trabajos forzados. En la mayoría de los casos se puede afirmar que fueron esclavizados». Pero todo estaba dibujado desde hacía tiempo. MacDonogh recordó que en 1943, cuando aún quedaban dos años para acabar con Hitler, «Estados Unidos ya habla de dividirse el mundo con la U.R.S.S., por lo que esas atrocidades, ese período de caos que se produjo tras el final de la guerra, se podría haber evitado».

Las irregularidades se extendieron hasta el punto de no respetar la legalidad internacional. Por ejemplo, la Unión Soviética se saltó la Convención de Ginebra con los 90.000 presos alemanes de la batalla de Stalingrado. En el libro se explica que de todos esos detenidos solamente sobrevivieron 5.000, y que, además, no regresaron a sus casas hasta 1955.

Cuando apareció publicado en Gran Bretaña el documentado estudio de MacDonogh no escapó a la controversia. El historiador lamenta que, pese a que muchos aplaudieron su gran esfuerzo y dedicación, también recibió críticas negativas por hablar de los alemanes que sobrevivieron a Hitler como víctimas. El especialista británico cree que no se acabó bien aquella guerra.



Dresde y la destrucción

«No era de esperar –escribe Hans Magnus Enzensberger– que las mujeres alemanas hicieran mención de la realidad de las violaciones; ni que presentaran a los varones alemanes como testigos impotentes cuando los rusos victoriosos reclamaban a sus mujeres como botín de guerra –según los cálculos más fiables, más de 100.000 fueron violadas en Berlín en las postrimerías de la guerra–». Lo afirma en el prólogo de un gran libro: «Una mujer en Berlín» (Anagrama). Un relato escrito en un búnker subterráneo entre abril y junio de 1945. Un relato de aquellos días. «Las mujeres –insiste– resultaron ser las heroínas de la superviviencia entre las ruinas de la civilización». Y es que no sólo sufrieron los aliados. La población alemana también probó la hiel de la guerra, las consecuencias del nazismo. Antony Beevor lo descubría ya en su libro «La caída: 1945» (Crítica). Los soldados rusos se desquitaron de las vejaciones nazis humillando a sus mujeres con violaciones sitemáticas, en grupo. Hubo, incluso, muchachas que optaron por convertirse en «novias» de oficiales soviéticos. Era preferible estar con un hombre a pertenecer a varios. Desde hace unos años se ha subrayado el violento desquite de los aliados. La prueba más evidente es el bombardeo de Dresde. ¿Era necesario ese aplomo? En la ciudad no había material bélico relevante. La excusa fue «quebrar la moral del enemigo». El escritor W. G. Sebald le dedicó un libro enjundioso, que no se puede desechar, a estas campañas aéreas. Escribe: «La RAF arrojó un millón de bombas sobre territorio enemigo, de las 131 ciudades atacadas, algunas quedaron totalmente arrasadas, y unos 600.000 civiles fueron víctimas de la guerra aérea sólo en Alemania». En Hamburgo hubo 200.000 muertos. Las llamas de Dresde se veían a 70 kilómetros. El calor derretía el cristal de las ventanas y la espiral de fuego desencadenó huracanes que absorbían a las personas.




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