jueves, 8 de julio de 2010

Columna celebrante


Odio, cuánto pesas.

El terremoto parecía ser la oportunidad
de ensanchar los mínimos comunes entre los
chilenos. Por semanas fue así: las iniciativas de
ayuda mutua se multiplicaron, aún con el grotesco
contraste de saqueos y fraudes.
Pero apenas cuatro meses después, las
ácidas disputas sobre el financiamiento de la
reconstrucción -legítimas en sus fondos,
inaceptables en algunas de sus formas- revelaron
distancias enormes, no superadas, entre
dirigentes de acá y de allá.
Entre medio, la Roja de todos -sí, en
Chile hay algo que efectivamente se postula como
de todos- se presentaba como el paradigma del
afianzamiento de la unidad. Hasta se vio a un
indígena de blanco abrazarse con un azul de
corazón, los dos revestidos de rojo.
Pero llegó el día de la
derrota-clasificación frente a España, y en el
Forestal se esfumó la unitaria paz. Increpé a un
jovenzuelo quinceañero que lanzaba piedras a
carabineros -a lo que veía de él en realidad,
cubierta su cara por la consabida pañoleta- y en
pocos instantes había tres o cuatro bultos más
amenazándome. Comprobé que estábamos en el Día
del Joven Celebrante.
¿Por qué esas rabias? ¿De dónde esos
odios? No es cuestión reciente. Viene de finales
de los años 40, al menos.
Nuestra investigación sobre el cultivo
del odio en Chile lleva ya una década. Decenas de
miles de documentos han sido recopilados, muchos
cientos de entrevistas realizadas, casi veinte
memorias dirigidas. Va presentándose ya, de a
poco, ese grato sedimento de la reposada
investigación histórica.
Dentro de un tiempo -el historiador
busca dominarlo hacia el pasado, pero nunca puede
preverlo hacia el futuro- se publicará.
Y, por supuesto, desencadenará nuevas
afrentas, otros odios: servirá para comprobar la
propia tesis. Es una pena, pero ahí está.

Gonzalo Rojas Sánchez

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