lunes, 14 de septiembre de 2009

VIOLENCIA DEL " 11 "


El Mercurio

La jornada de este 11 de septiembre debería acongojar al país: la violencia y el vandalismo arrojaron un balance de tres muertos, 19 carabineros y varios civiles heridos, disparos contra un helicóptero policial que evacuaba heridos, ataques a buses y vehículos que intentaban salir de Santiago, incontables daños a la propiedad pública y privada, bombazos y cortes de electricidad que afectaron a más de 100 mil hogares. Esto fue precedido durante varios días por múltiples otros disturbios, como los protagonizados por encapuchados contra un recinto de Investigaciones en Providencia -con presunta participación de alumnos de la Academia de Humanismo Cristiano-, o los ataques con bombas de ácido contra carabineros en Cerro Navia. Esto no fue espontáneo, la autoridad no podía ignorar que se estaba preparando, y equivale a una suerte de anarquismo planificado primero, y tolerado después.

Del Gobierno no emanó ningún llamado a la paz ni a la reconciliación. Se limitó a manifestar que la seguridad pública estaba garantizada, lo que no se cumplió y nadie creyó -como lo prueba el que incontables actividades se suspendieran en la tarde del viernes, para proteger el retorno a casa del personal, y el que muchas municipalidades y empresas que pudieron hacerlo retiraran mobiliario público y elementos removibles, para evitar su predecible destrucción-. Por cierto, mal podía contribuir a la normalidad la autorización oficial de cuatro marchas en Santiago, a sabiendas de cómo terminan ellas tradicionalmente.

La Presidenta Bachelet, cuya voz respaldada por una inmensa popularidad sin duda habría pesado si hubiera instado a la pacificación de los ánimos, optó, en cambio, por encabezar un acto en La Moneda cargado de simbolismos que muy lejos de aportar al cierre de las heridas históricas de la década de 1970, las mantienen lamentablemente abiertas e, incluso, las ahondan. Es el caso del anuncio de la inminente reapertura de las comisiones Rettig y Valech, en su hora planteadas como instrumentos de reconciliación, pero cuya reanudación augura renovadas tensiones y reavivamiento de rencores.

Nadie abriga ilusiones de que el país se aúne en torno a una visión común de los gobiernos de Allende y Pinochet. Pasarán muchas décadas antes de que se arribe a concordancias mínimas. Pero la conducción superior del Estado exige propiciar la mayor unidad posible de todos los chilenos, en vez de lo contrario, y eso supone evitar la reviviscencia interminable y con un enfoque unilateral de aquello que hace más de tres décadas nos tuvo al borde de una guerra civil, a resultas de un conflicto político insolucionable.




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