
Luis Fernández Cuervo luchofcuervo@gmail.com
Es fácil describir lo que está mal en nuestra sociedad –dice una de mis lectoras- pero ahora me gustaría que, según su opinión, escribiese qué hay que hacer para salir de esos males. Acepto el reto y voy a tratar de contestarla con lo que sigue más abajo.
En mi anterior artículo comparé las atenciones que debe recibir un niño en su primera infancia con las que debe recibir un árbol cuando sólo es una débil plantita alzándose entre la tierra de una maceta.
Todo niño recién nacido, como las plantas, necesita la luz y el calor del sol para vivir y desarrollarse. El sol que todo niño necesita es el amor. El amor entre su papá y su mamá. Verlos como se quieren y como ese amor le envuelve a él, le cuida, le alimenta.
Pero no da lo mismo que sus padres sean dos que sólo se han “acompañado”; tampoco que estén unidos por un vínculo civil, abierto al divorcio calculado; tampoco que la fecundidad de su unión ya esté planificada. No, entonces el sol es sólo una débil luz entre nubes y a veces nubes de tormenta. No, todos los niños deberían nacer de un verdadero matrimonio. Y el verdadero matrimonio no hay que inventarlo porque ya está inventado desde el comienzo de la humanidad. Y gracias a que lo vivieron una gran mayoría de nuestros antepasados es por lo que nosotros estamos aquí. Si no, no existiríamos y nuestra cultura cristiano-occidental habría desaparecido ya hace siglos.
El verdadero matrimonio es una mutua y libre donación, por amor, entre un hombre y una mujer. Entrega al otro del cuerpo, del alma y de toda la vida, hasta la muerte. Mutua donación, total y exclusiva. No admite terceros, ni condicionamientos, ni límites en esa entrega. Consumado el matrimonio, ahora quedan unidos para siempre, ya son cónyuges (cum -iugo), atados al mismo yugo de un proyecto común de vida. No son compañeros (cum pane) que solo comparten el mismo pan -¿y la misma cama?-. Ahora son consortes (cum sorte). Comparten ambos, no sólo el mismo pan y la misma cama, sino también algo más importante: la misma suerte común, en el presente y en el futuro.
Cuando el matrimonio es así, de esa libre y generosa unión conyugal surge el fruto abundante de los hijos, recibidos cada uno como un regalo, como el mayor de los bienes, por el que los padres están muy dispuestos a renunciar gozosamente a un montón de cosas. Como dice sabiamente una mamá de muchos hijos, “los hijos acarrean cargas, pero nunca son una carga; si se confunden ambas cosas, todo irá mal, muy mal, para el matrimonio y para los hijos”.
Por tanto, la primera y más importante educación que puede recibir un niño es crecer en una familia numerosa. Crece sintiendo que, para sus padres, él y sus hermanos, son el mayor de los tesoros que tienen en la vida.
En familias así, muere el egoísmo y se desarrollan las mejores virtudes, la solidaridad, la comprensión, la ayuda mutua. Se aprende -porque se vive día a día- que cada uno es diferente e importante; se aprende a respetar, a dialogar y a compartir; se aprende el valor de la buena economía, del orden y del reparto de tareas y responsabilidades. Los niños riñen, pero aprenden a pedir perdón y a hacer las paces.
Creo que este es uno de los principales elementos para sanear nuestra sociedad: cambiar la mentalidad y las prácticas equivocadas sobre el matrimonio, la familia y el número de hijos.
No escribo teorías. Hay una amplísima experiencia de que donde los niños se desarrollan más felices es en los matrimonios con muchos hijos. Como premio de esa generosidad, el amor entre los esposos crece, madura, se hace más sólido y profundo.
Abundan los buenos ejemplos y de ellos pueden encontrarse testimonio en varios libros. Victoria Gillick, en su libro “El relato de una madre”, nos muestra tanto la valentía de sacar adelante un matrimonio inglés con diez hijos, como el clima de buen humor y de alegría con que lo saben hacerlo. Tomás Melendo y Lourdes Millán-Puelles, en su “Asegurar el amor”, muestran como cuando la familia crece, hace crecer el amor. Y Kimberly Hahn, en su libro-encuesta, “El amor que da vida”, ilustra la serie de testimonios de matrimonios felices, comenzando con el suyo propio. Y nos dará la primera clave cuando escribe: “Soy la mayor de cinco hermanos, frutos deseados de un matrimonio rebosante de amor” (…) “Fue tan divertido crecer en una familia numerosa, que deseaba que mi futuro esposo quisiera tener muchos hijos.”
Todo lo antes escrito es mi opinión, pero es una opinión crecientemente compartida. Y es opinión muy bien fundamentada, en razones muy humanas, en numerosas experiencias y en estadísticas seguras.
Luis Fernández Cuervo luchofcuervo@gmail.com
Artículo para ser publicado el lunes 15 de junio, 2009.
domingo, 14 de junio de 2009
NIÑOS FELICES, FAMILIA NUMEROSA.
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