miércoles, 13 de enero de 2010

Memoria respetable, pero parcial


Editorial El Mercurio

Desde que el tema de los derechos humanos irrumpió en la historia contemporánea tras la Segunda Guerra Mundial como aspiración y con estándares universales, cabe congratularse de la conquista progresiva de un estado de conciencia efectivamente universal a su respecto. Hoy, virtualmente no reconoce fronteras y, exceptuados quienes los violan, las personas normales, cualquiera sea su preferencia ideológica, coinciden en la concepción de lo que son tales derechos. Credos, gobiernos, organismos internacionales e instituciones de variada índole concuerdan en todo el mundo en la conveniencia de formar a las generaciones actuales en la absoluta inaceptabilidad de violarlos y en la necesidad de respetarlos de modo irrestricto, por entenderse consustanciales a la dignidad humana. Esa educación debe contribuir a determinar siempre cuándo los esté atropellando algún sistema político totalitario u otro que, aunque quizá democrático en su origen y exterioridades, no lo sea en su sustancia, precisamente porque los vulnera con cualquier pretexto.

Una forma de esto último es la tolerancia de un gobierno para con la violencia de cualquier suerte, sea que la ejerzan agentes del Estado o simples partidarios. Un gobierno que permite la anarquía y el desorden abre siempre la puerta a una violación extendida de los DD.HH. Así, en Chile, la Unidad Popular, al admitir el uso generalizado de la fuerza ilegal contra sus opositores, los violentó profundamente: al privar de seguridad a las personas, se cayó en una espiral cuyas repercusiones todos los sectores debieron luego lamentar.

Conviene recordarlo en estos días en que se ha inaugurado el “Museo de la Memoria”, pues respecto de estos derechos no cabe admitir la existencia de “bandos”, que por definición conciernen a todos por igual. Dicho museo es una iniciativa estimable, pero no cumple un estándar de universalidad. Sin ésta, claramente se instrumentaliza a los DD.HH. para convertirlos en herramienta contra adversarios políticos y herramienta de beneficio político propio. Tal aprovechamiento desnaturalizaría a una iniciativa cuya nobleza depende de no admitir distingos por conveniencia, ni omisiones o inclusiones por interés.

Chile debe apoyar su Museo de la Memoria, pero éste debe ser efectivamente universal, esto es, completo: todas las épocas de nuestra historia deben estar justamente reflejadas si se desea que aleccione y no que adoctrine. El buen o mal resultado de ese esfuerzo se medirá por lo que dicho museo exhiba. Hasta ahora, hay un sesgo unilateral y excluyente, que encapsula sólo un período, mientras silencia deliberadamente la realidad de que en los años previos a 1973 Chile estuvo anarquizado por un conflicto político insolucionable, en el que la violencia imperaba en calles, campos y ciudades. Miles de personas sufrieron sus consecuencias.

Dicho museo invoca los informes de las comisiones Rettig y Valech. Pero en ambas comisiones se procuró reflejar todas las sensibilidades del país en proporción adecuada, con personalidades acreedoras de general reconocimiento moral e intelectual, y representativas de los más distintos sectores.

En este caso, el poder político ha obrado verticalmente, sin participación oportuna de un consejo llamado sólo en el último momento, para avalar un memorial ya construido y una selección ya hecha que, además, se declara no modificable. Esto último contraría la evidencia de que la historia está sujeta a constante ajuste, conforme a los nuevos conocimientos que adquieran. Por ejemplo, con el criterio fijado por la delegada presidencial para DD.HH., este museo, situado en Polonia, no podría rectificar la versión oficial de que la matanza de Katyn no la perpetraron fuerzas nazis sino comunistas. Esa absurda pretensión de “congelar” una historia oficial es paradójicamente opuesta al espíritu de verdad que se postula.

Mientras tal unilateralismo no se supere, el Museo de la Memoria expresará sólo una interpretación político-ideológica de un trozo de nuestra historia, respetable, pero una entre varias no menos válidas. Para superarlo, no basta incrustar, en un consejo con una orientación bien conocida, a una persona de pensamiento distinto más otra que en el pasado fue cercana al gobierno militar, pero que hoy no aporta mayores matices diversos. Alcanzar esa apertura a todos los chilenos, y no sólo a algunos, es una tarea pendiente. En su hora, esta memoria de un grupo, por importante que sea, deberá convertirse en algo que hoy no es: la memoria compartida de Chile.




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