
Editorial El Mercurio Jueves 18 de Marzo 2010
En agosto de 2009, el Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile hizo pública una propuesta sobre “Misericordia y clemencia: signos del Bicentenario”, en la que formuló al Gobierno una petición para que, en un espíritu de jubileo —esto es, la indulgencia plenaria, solemne y universal concedida por el Papa en ciertos tiempos y ocasiones— en este año tan especial para el país, se estudie y otorgue un indulto a personas privadas de libertad por sentencia judicial. Probablemente, una acertada comprensión de la agitación electoral que se vivía en ese momento aconsejó entonces postergar esta discusión hasta un período más propicio para un diálogo ciudadano sereno.
Recién asumido el nuevo gobierno, el cardenal arzobispo de Santiago, monseñor Errázuriz, ha instado a retomar este tema, dando luces acerca de la propuesta que vendrá y que básicamente consiste en entregar un indulto que muestre clemencia “con los más ancianos y con los enfermos más graves” y todos los internos que han “tenido una conducta intachable y no constituyen un peligro para la sociedad”, de modo que puedan recibir una reducción en sus penas o incluso la libertad condicional.
Para hacer justicia a un planteamiento como éste son necesarias algunas reflexiones. Una de las grandes deudas sociales e institucionales de nuestro país consiste en un sistema carcelario que, además de ser un entorno altamente adverso a la resocialización y la reinserción, condena al sentenciado a una serie de castigos no contemplados en su sentencia: hacinamiento, inseguridad y, en no pocos casos, abierta insalubridad. Siendo así, una muestra de misericordia como la que propone la Iglesia Católica debería comenzar con el estudio de un indulto sin exclusiones para los enfermos graves y los ancianos que no constituyan un peligro para la sociedad, pero no debería extinguirse ahí. La necesidad de revisar y mejorar sustancialmente las condiciones de vida de los reclusos, así como la elaboración de programas de seguimiento y asistencia social que sean efectivamente un apoyo a su vida en libertad, resultarían también imprescindibles. Sabido es que la falta de oportunidades de los condenados una vez fuera de la cárcel resulta ser casi siempre una ruta directa hacia la reincidencia. Precisamente por eso, debería incorporarse también en el proyecto la posibilidad de facilitar la limpieza del extracto de filiación en el cual constan las condenas, pues ése es un obstáculo permanente a las oportunidades laborales.
Por otra parte, la posibilidad de conmutar penas por otras de menor intensidad o de distinta naturaleza —tales como el extrañamiento, la relegación o similares— podría también enmarcarse en los fines del indulto.
Naturalmente, todo lo anterior supone como cuestión previa que Gendarmería disponga de un registro preciso de todos quienes cumplen las penas que se aminorarían, así como de las circunstancias jurídicas que condujeron a la imposición de las mismas. Sin estos antecedentes básicos, mal podría la autoridad resolver sobre tales indultos. Es inevitable plantear este aspecto que parecería obvio e inoficioso, pero lamentablemente no lo es, porque la experiencia de no pocos investigadores en esta área hace temer que las estadísticas de Gendarmería no siempre reflejen tales datos elementales.
Con todo, un análisis serio de la propuesta que se formule será pertinente, porque no sólo sería una oportuna muestra de clemencia en un aniversario muy significativo, sino además porque podría brindar a los internos que no accedan a ese beneficio una mejor oportunidad de rehabilitación, por la descompresión de los recintos carcelarios en actual estado crítico y, en consecuencia, la posibilidad de hacer más efectivos y personalizados los planes de reinserción que aplique la nueva administración.
viernes, 19 de marzo de 2010
PROPUESTA DE INDULTO
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