jueves, 14 de octubre de 2010

Columna rocosa



La roca, Chile.

Manuel Sepúlveda no sólo ascendió lleno
de energías a la superficie, sino que antes de
subir, también se dio el tiempo y encontró la
imaginación para agradecer a sus rescatistas con
lo más propio de esos 70 días: unas piedras del
fondo de la mina. Llegó, se agachó, sacó el
material de una bolsa y lo repartió a las
autoridades, como si de Navidad se tratase.
Dentro de todas las emociones de estos
días, esas piedrecitas están hoy en un lugar muy
secundario, pero no debieran pasar inadvertidas
y, con el transcurso del tiempo, podrían
encontrar un lugar de privilegio no sólo en el
museo respectivo, sino en el recuerdo nacional.
Primero, porque Sepúlveda demostró que
hasta en las circunstancias más adversas, se
puede pensar en los demás. Sabía que para los que
lo esperaban afuera, un abrazo, unas palabras,
unas miradas, durarían sólo un tiempo breve,
mientras que un objeto perduraría. El hombre,
campechano y distendido por carácter y
trayectoria, fue capaz de meditar en serio con
qué objeto duradero podía dejar indeleble su
gratitud. Quizás alguno de los que mira ahora esa
piedrecita recuerde también los trozos del Muro
de Berlín y el efecto que causan en sus
poseedores.
Segundo porque, amante profundo de su
tierra, Sepúlveda no iba a despreciar la roca que
le había dado sustento, aunque estuvo también a
punto de causarle la muerte. Esa roca grandota
llamada Chile, apenas sostenida entre cordillera
y mar, esa roca que nos cobija a todos,
conscientes de que habitamos un territorio
maravilloso, pero que ha existido siempre -como
muy pocos en el planeta- entre la vida y la
muerte, quedó para siempre simbolizada en las
piedrecitas que desde los 620 subió Sepúlveda.
Y, tercero, porque cada vez que él y los
poseedores de esos trozos de materia contemplen
la dura roca, recordarán que todo fue posible por
una aventura del espíritu, de la oración, del
trabajo bien concebido y bien hecho, de la
amistad, de la fraternidad. Una roca, inerte,
hablará también por contraste y desde su precario
silencio, de todas esos corazones que vibraron
sin límites para reafirmar el bien de la vida.

Gonzalo Rojas Sánchez

No hay comentarios: