sábado, 26 de noviembre de 2011

ARGENTINA: La Luna y el General



Gonzalo Cerezo Barredo

Adaptación a la Republica Argentina

Por: Lic. Raul A. Villasuso ; Consultora R.Villasuso & Asociados Internacional

Como dice el viejo proverbio chino, “cuando el sabio señala la luna los imbéciles miran al dedo”. Algo muy grave está pasando si militares en actividad y en la retiro, desde suboficiales a tenientes generales, insisten una y otra vez en sumarse al clamor que recorre eso que, con evidente pleonasmo, llaman algunos sociedad civil.

Al parecer los militares, por el mero hecho de serlo, no pertenecen a la sociedad civil. Constituyen lo que otros dan en llamar el poder militar, pese a que Montesquieu no les otorga una categoría diferente a los tres clásicos de ejecutivo, legislativo y judicial. Como no podría pasársele por la cabeza al teórico de la diferenciación de poderes la existencia de otro poder exógeno a la estructura del Estado, habrá que concluir que el militar se encuadra en el ámbito del poder ejecutivo, aquel al que corresponde cumplir y hacer cumplir la Ley. En especial la primera de todas, la ley por excelencia, que es la Constitución.

Los miembros del gobierno así lo juran (o prometen) al tomar posesión de sus cargos. Los militares hacen algo más: juran lealtad a la Constitución y defender la unidad de la Nación, la seguridad de sus fronteras y su integridad territorial hasta derramar, si fuera necesario, la última gota de su sangre. En ello comprometen su vida y honor, la preservación de sus familias, y las garantías de supervivencia de esa sociedad civil a la que, sutilezas aparte, pertenecen.

Como esto es así, ha sido necesario llegar a la convención, generalmente admitida, de que el “poder militar” debe estar subordinado a la autoridad civil. Pero esto ni es un dogma, ni siempre ha sido así. Y quienes insisten en lo contrario lo saben muy bien. Tanto que les va el poder en sostenerlo.

La realidad es muy otra. Los estados modernos, desde el norteamericano de Washington, hasta la Alemania de Bismark, han nacido del poder militar. Militares eran –de formación española, por cierto- los padres de la América independiente: San Martín, Miranda y Bolívar. Un visionario este, cuyo fracasado sueño de la Gran Colombia, quieren resucitar ahora Evo Morales y Chávez, otro militar. Militares o civiles trasmutados en militares fueron los fundadores del Estado de Israel. Y, si vamos más atrás, militares eran Alejandro o César, los más brillantes forjadores de imperios de la antigüedad. O Napoleón, sin el que sería impensable la Europa moderna. Militar Cromwell, que sentara las bases para la definitiva supremacía del Parlamento inglés sobre la Corona. O Sadat, liberador y creador del actual Egipto.

Si observáramos la luna en lugar de contentarnos con mirar al dedo, concluiríamos que la subordinación del poder militar al poder civil no es algo evidente y que se deduzca de forma espontánea de la propia naturaleza de la vida política. De hecho, la Constitución Argentina otorga al Presidente de la Nación , la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas . Es decir, a alguien (Algo, como institución) que está por encima de las legítimas diferencias políticas y que a todos representa y sirve...

Como muy bien aclara el historiador militar John Keegan (The face of battle, The mask of comand...) esta diferenciación sólo comienza a estudiarse en las academias militares hace no más de ciento cincuenta años. Para entonces se había producido ya el enorme salto histórico que transforma el estatus militar desde el “robber-principle”, a su actual profesionalización. Como en tantas otras cosas que configuran nuestro tiempo, hemos de acudir a la Revolución Francesa, y a su definición de la Nación en armas –cada hombre un soldado- para buscar la crisis de la implicación tradicional del Ejército en las raíces mismas de la estructura social.

Como explica Keegan, los enormes ejércitos a que daba lugar la recluta universal requerían a su vez de multitud de hombres cuya disposición consistía en hacer la guerra. Pero la clase militar (Keegan) quedó prácticamente exhausta tras las derrotas de Rusia en 1825 y Francia en 1830. En sentido metafórico, la espada, definidora del caballero en el ancien régimen, fue abolida por las nuevas jerarquías sociales que, procedentes del mundo mercantil, jurídico o académico, no consentían la exclusión de los privilegios sólo disfrutados hasta entonces por los hombres de armas. Las nuevas clases ya no estaban dispuestas a ceder el poder a quiénes por el mero hecho de la posesión de las armas, podían reclamarlo. Esta idea la desarrolla Samuel Finer (The man on Horseback) –oportunamente traído a escena por Keegan- al estudiar los diferentes grados de intervención militar en la política para extraer, así, las consecuencias de su exclusión. Según Finer, al servicio de esta nueva mentalidad se dedican desde su creación las Academias militares, que se extienden por el mundo occidental al tiempo de la Revolución. En su opinión “no sólo educaron a sus alumnos en monástico aislamiento de la vida pública, sino que intentaron desarrollar en ellos –con considerable éxito, debo decir, subraya- la noción de que la política no es asunto suyo” (is non of a soldiers’s busines).

La lógica conclusión es que la separación de ambos poderes es una cuestión a la que se llega paulatinamente por mutua conveniencia y el tácito acuerdo de que, mientras el uno asegura la carrera profesional del otro, este último se mantiene apartado del ejercicio diario de la gestión pública. Pero este apartamiento ha de entenderse –y así lo afirma nuestra Constitución- mientras esta no rebase los límites fundamentales que dan sentido y justifican la propia existencia de la patria común e indivisible y el ordenamiento jurídico que la conforma. Entonces, como dicen que dijoel general Mena,( Gral. español) “ni un paso atrás”. La implicación ya no sería un derecho, sino un deber.

La cuestión es –y el general no estaba en la luna, sino que se limitaba a señalarla- si estos límites se han superado, es decir (y el general creía que no era este el caso, por el momento), si la Constitución estaba en peligro de ser violada, y si, juntamente con ello, ya de por sí muy grave, se está poniendo en cuestión “la unidad de la Nación argentina, patria común e indivisible de todos los argentinos”. Si este fuera el caso, se limitaba a recordar que las Fuerzas Armadas “tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de la Nación .Defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”.

¿Quién o qué (Institución) debe decidir si este límite se ha rebasado?. ¿Están legitimadas la Fuerzas Armadas, que han jurado estar dispuestas a derramar su sangre si fuera preciso en defensa de esos principios, para llamar, siquiera, la atención sobre el peligro existente?. ¿No está entre las primeras exigencias del mando, conocer las preocupaciones de sus hombres y trasladarlas, en su caso, a sus superiores?. ¿No debe el centinela de servicio en la trinchera dar la voz de alarma si el enemigo se acerca?. Y, ya en este caso, ¿quién debe dar la orden de movilización?. Todas estas cuestiones conforman la luna que, bien a su riesgo y ventura, pero en la certidumbre moral de cumplir con su deber, señalaba el dedo del general.

En momento memorable, el Presidente, Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, asumió su deber con rotundidad, para que no hubiera la menor duda de dónde estaban los límites de la Constitución y hasta qué punto era real el peligro de desintegración de la patria. Los Ejércitos pagaron muy caras sus inquietudes al respecto. Desde entonces han sufrido en disciplinado silencio la muerte de civiles y compañeros uniformados; la postergación en sus rangos de legítimas aspiraciones; el adelgazamiento hasta la anorexia de las estructuras que dan razón de su propio ser y existir; la invisibilidad social de sus uniformes y signos externos; el ilegal destierro de la bandera bajo la que han comprometido sus más sagrados juramentos; las humillaciones y vejaciones públicas a compañeros por responsabilidades arbitrariamente atribuidas que deberían haber alcanzado más allá y más arriba; las agresiones impunes a la estructura y unidad de España; los prolongados silencios de aquellos en quienes confían su vida y honor; el enmascaramiento de sus fines esenciales tras la coartada de misiones nobles, pero secundarias; y las poco honorables retiradas de otras, en que su honor estaba comprometido.

Cuestiones ¿políticas?, sobre las que el militar no debe pronunciarse, o de hacerlo, sólo guardando la debida neutralidad ¿política?, o equidistancia y en lugar y momento adecuados. Pero, ¿y cuándo está en juego el ser o no ser de la patria?. He aquí el dedo. Quizá, sólo quizá, puede decir en privado lo que todo el mundo dice en público y en voz alta: periodistas y notarios, amas de casa y diputados, empresarios y magistrados, paisanos y militares sin graduación, su propio Ministro y hasta su propio Jefe de Estado Mayor de la Defensa, sin excluir, por supuesto, al mismo Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas. Nadie puede aceptar, que, incluso este Gobierno, no esté al cabo de la calle de lo que se piensa y opina en los cuarteles.¿Cuál es el problema, entonces, el dedo, o la luna?.

Se me ocurre que abrir un debate serio sobre el fondo de la cuestión, dejándonos de anécdotas y entrando en el más comprometido espacio de las categorías, es una urgente tarea nacional. El militar, vota, lee la prensa, escucha la radio; tiene que acatar ser destinado a cualquier lugar del País ; enviar sus niños al colegio, comprar o alquilar su vivienda; pagar la cesta de la compra, viajar en subterraneo o colectivo. Eso sí. Como los franceses han dado en llamar a su Ejército “el gran mudo”, ni puede ni debe hablar. Pero ¿dónde está escrito, que además de mudo haya de ser sordo, ciego, manco, cojo, y tener el encefalograma plano?. ¿El reglamento?. Déjeme de historias: mire a la luna y no se quede en el dedo.


1 comentario:

Horacio dijo...

TENEMOS UNA YEGUA Y TRAIDORES EN NUESTRAS FFAA ARGENTINAS.
TERRORISTAS GOBERNANDO EL PAIS