jueves, 21 de febrero de 2013

CABALLO HUASO





Lo que leerán es el hermoso relato de un hecho trascendental para la historia y el deporte hípico chileno, el record mundial de salto alto a caballo, batido el 5 de febrero de 1949 por el Capitán del Ejército de Chile Alberto Larraguibel Morales, montando al Caballo Huaso, en la cancha de saltos del Regimiento de Caballería “Coraceros” de la ciudad de Viña del Mar.





Lo que leerán es el hermoso relato de un hecho trascendental para la historia y el deporte hípico chileno, el record mundial de salto alto a caballo, batido el 5 de febrero de 1949 por el Capitán del Ejército de Chile Alberto Larraguibel Morales, montando al Caballo Huaso, en la cancha de saltos del Regimiento de Caballería “Coraceros” de la ciudad de Viña del Mar.




El relato, escrito por Eduardo Bastías Guzmán, tiene una especial particularidad: La narración la hace el propio Caballo Huaso, noble animal de la Gloriosa Caballería Chilena.







El Gran Salto





Junto a los primeros asomos del sol, mi capitán Larraguibel vino a saludarme.



Hola, Huaso -me dijo- ¿cómo dormiste?......Alcé mis orejas y le respondí con ojos alegres…



Hoy es el gran día -agregó-, pasando revista lentamente a todo mi cuerpo, desde la tusa hasta los cascos de mis patas.

Agité mi cabeza, varias veces, con vigor, como hago cada vez que su mano paternal se extiende por mi pelaje.



Sí, compañero, lo vamos a lograr, porque nos propusimos y somos capaces de alcanzarlo.



Me palmoteó en el anca y yo le respondí, con un giro alegre de mi cabeza. Mi capitán volvió a pasar su mano por mi pescuezo, peinando mis crines mulatas, de tono claro, y ambos participamos del cariño de quienes además de compartir afecto, se admiran mutuamente.



Como hombre de pocas palabras, se alejó, despidiéndose con su mirada íntegra y resuelta. En la salida se cruzó con el ayudante encargado de mi cuidado, quien dejó de silbar para saludarme:



¿Cómo amaneció mi Huacho? - me dijo… Volví a responder alzando y bajando mi cabeza, casi con un relincho.



Vamos, huachito -agregó- hoy tienes que estar bien comido y bien presentado.



El muchacho llenó el recipiente con avena, cambió el contenido del balde por agua fresca y comenzó a cepillar mi pelo.



La llegada de un día tan especial me trajo el recuerdo de mi infancia en el Haras “La Mañana”...



Mis padres, a quienes casi no conocí, fueron Harry Lee y Trémula, ambos fina sangre ingleses; cuentan que al nacer, llamó la atención al partero que en mi frente tuviese una estrella blanca.



Mire, señor. Este potrillo nació con una estrella en la frente. Es buen signo, debe estar destinado para algo bueno -sentenció el viejo-.



El veterinario, que llegó en los momentos del presagio, sonrió y agregó:



No sería raro que sea un triunfador. Es un fina sangre, se ve sanito y -para ser tan nuevo- tiene las patas firmes.



Le pondremos Faithfull -dijo mi patrón, que me observaba con atención-.



A la mirada interrogante de los demás, agregó:



Ese nombre significa Fiel... y ya ven que ha comenzado a ganarse nuestra confianza.



Todos pensaban que sería un buen corredor. Me vendieron al Stud “Los Chongos”, donde continuó mi formación para las carreras, aunque yo sabía que estaban equivocados.



No tenía aptitudes para correr. Mis ansias eran poder volar.



Cuando mi dueño se convenció de mis escasas condiciones para el Hipódromo, decidió deshacerse de mí…



Y mis ojos se iluminaron cuando el capitán del Ejército de Chile don Gaspar Lueje, me observó y pidió que me ensillasen.



Un asistente me hizo trotar, luego correr, detenerme, girar y practicar curiosos ejercicios. Algo me hizo intuir que se estaba decidiendo mi futuro.



No está mal dijo mi capitán. Con 1,68 metros de altura, firmes patas, como robles, es posible que salga un buen caballo de saltos.



Y me adquirió el Ejército de Chile. Y así comenzó mi carrera militar. Junto con cambiar mi vida, también cambiaron al poco tiempo mi nombre y me rebautizaron como “Huaso”.



Me sentí muy a gusto, porque mi nuevo nombre me hacía sentir más chileno y lo hubiese acogido con agrado de haber podido elegir.



No fue fácil, sin embargo, mi nueva etapa. Para correr no tenía problemas y podía picar rápido, alcanzando buena velocidad en corto trecho, pero enfrentar los obstáculos de salto era un nuevo y difícil desafío.



El jinete a mi cuidado comenzó llevándome al trote a su lado, con las riendas tomadas y al acercarnos al obstáculo, disminuía el paso, para detenernos antes, a fin de que yo no le tomase miedo.



Me paseaba luego alrededor del montículo y volvía a repetir la rutina.



Hasta que llegó el día en que montado, se me hizo correr y saltar una valla a baja altura.



Mi capitán Lueje no ocultó una sonrisa y esa noche dormí con la satisfacción de haber cumplido.



Al poco tiempo, sin embargo, todos fueron cayendo en la más profunda decepción cuando, después de pasar airosamente los primeros obstáculos, reiterada e inevitablemente esquivaba o botaba los saltos posteriores.



Me pasaba que saltaba tan alto y largo que el obstáculo que venía a continuación se me venía encima y las consecuencias eran espantosas.



Nadie comprendía que no era miedo ni falta de capacidad.



Sencillamente mi futuro era otro tipo de pruebas. El fracaso no estaba en mis convicciones. Sin embargo, en vez de reforzar mi preparación, que hubiese sido lo razonable, se me consideró un caballo mañoso, con un defecto difícil de corregir, que terminó con la paciencia de mis adiestradores.



Pero lo peor estaba por ocurrir… Un día, retrocediendo montado, nos desviamos impactando en una punta de fierro saliente de un camión, se enterró en mi anca, haciéndome cojear y caer al suelo, sangrando. El jinete se dio cuenta de la gravedad de la situación al advertir la magnitud de la hemorragia, se apiadó de mí y ordenó que se le trajese un revólver para sacrificarme.



Pero afortunadamente ante el llamado del jinete acudió el veterinario, quien me examinó y opinó que no era necesario el sacrificio afirmando que sería capaz de sanarme, aunque muy difícilmente podría volver a las pistas de salto.



Fueron los meses más tristes de mi vida, aliviados sólo por la dedicación y cariño del veterinario y de mi cuidador, pensando en que seguramente mis ambiciones terminarían en labores de tiro o paseo.



Mi carrera de caballo militar estaba llegando a su fin…



Cuando, recuperado, pude comenzar a trotar y correr, se me excluyó también de las prueba de adiestramiento, para la que se me había estado preparando. Las limitaciones derivadas de la lesión, me alejaban de la perfección física exigida para esas competencias.



Mi buena estrella, aquel símbolo que me presagiaba un destino triunfador, hizo sin embargo que pudiese volver a saltar obstáculos, aunque sólo se me consideraba para el adiestramiento de novatos.



Todo cambió un día en que dos corceles se encabritaron y otros dos salimos desbocados. En mi carrera, enfrenté un muro de casi dos metros de alto...y lo salté limpiamente. Caí a otro patio, donde cesé de correr y continué disminuyendo el trote, en semicírculos, aprontándome a una severa sanción de indisciplina.



Aparecieron un oficial y dos ordenanzas, que acudieron presurosos. Ahora sí, que me dan de baja, pensé…



Pero, una vez más, la blanca estrella estampada en mi frente acudió en mi ayuda.



Los hombres se acercaron a mí, contribuyeron a calmarme y me acariciaron con admiración. Me llevaron de vuelta al picadero y llamaron a los demás oficiales.



¡Hubiesen visto ustedes cómo pasó sobre el muro! -Alcancé a oír en sus comentarios-.



Ese salto significó el comienzo de mi carrera hasta una meta muy lejana a lo imaginable. Para llegar hasta allí, sin embargo, tuve que transitar un largo camino.



Durante meses, a mí y a Chileno, otro caballo de salto con quien éramos tan rivales como amigos, se nos adiestró, pacientemente, para la gran prueba…



Uno de nosotros o ambos, a comienzos de año, deberíamos intentar batir el record mundial de salto alto a caballo, que ostentaba, desde 1938, el italiano Antonio Gutiérrez y su cabalgadura Ossopo.



Chileno se preparó con el teniente Luis Riquelme Sanz. Y el capitán Alberto Larraguibel Morales estaba a cargo mío. Ambos bajo la sabia y convincente dirección del maestro, Mayor Rafael Monti.



Cuando mi capitán Larraguibel me vio por primera vez, no se entusiasmó de inmediato. Pero a medida que me fue conociendo supo de mi tesón y percibió que yo estaba destinado a triunfar, porque, con constancia y disciplina, no me detendría ante ningún obstáculo.



Se nos hizo un programa especial de alimentación, para fortalecernos y cuidar el peso. Se nos revisaba a diario por el veterinario, se nos hacía saltar para robustecer los músculos y mi capitán me acompañaba a diario, conversándome frases de pocas palabras, pero amistosas, para darme confianza.



Mi capitán Larraguibel había nacido en el sur, en Angol, tierra de hombres íntegros, fuertes y de a caballo. Tenía, treinta años, catorce más que yo, pero parecía que nos hubiésemos criado juntos. Cuando sentía sus talones en mis costados afinaba cada uno de mis reflejos. Cuando tomaba las riendas sentía el firme y sutil poder de sus manos. Cuando me hablaba sentía su apoyo y cuando cabalgábamos éramos uno solo.



El 5 de febrero de 1949 llegó cuando yo había cumplido 16 años y era un avanzado caballo de saltos. Esa fecha se la había escuchado a mi capitán muchas veces.



El suceso ocurrió en una noche fresca, con la brisa marina dominando el jardín de saltos del Regimiento de Caballería Coraceros, ubicado en la ciudad de Viña del Mar, lugar al que asistieron unas cinco mil personas, entre las que se encontraba el Presidente de la República, don Gabriel González Videla, seis jueces internacionales y la sorprendida tripulación del buque escuela francés Jeanne D’Arc.



Muchas veces oí comentar a los oficiales que esta prueba estaba inserta en el programa del Concurso Hípico Internacional con la participación de los equipos de salto de Bolivia, Colombia y Chile, por lo que era muy trascendente.



En otras latitudes también trataban de batir este récord.



Mi capitán Larraguibel se acercó a mí y me dijo:



Ven, Huaso, te voy a presentar a la gente.



Al entrar al jardín de saltos del Coraceros se oyó un impresionante murmullo de entusiasmo.



Tranquilo -dijo mi capitán- no te asustes.



Continuamos la marcha al paso por el borde de la pista, acercándonos a la valla del gran salto.



¿Ves? Esto es lo que debemos saltar.



Yo caminaba con paso ágil y agitaba mi cabeza de arriba a abajo, dándole a entender que confiase en mí, que tenía claro lo que debía hacer.



Al regresar, para que mi capitán viera que estaba tranquilo esperando el ansiado momento, me aproximé, con naturalidad, a mordisquear unas matas de cardenales que adornaban el muro del entorno del jardín de saltos… Mi capitán sonrió y me permitió la travesura.



Volvimos a hacer el mismo recorrido dos o tres veces. Siempre llegando hasta la valla, cuya altura era superior a la de mi capitán montado y frente a la cual era necesario alzar la cabeza para ver las estrellas.



Yo sólo quería que saltáramos pronto.



Hasta que mi capitán se acercó, acariciándome, para decirme:



Huaso, ésta es nuestra oportunidad para alcanzar la gloria.



Comprendí que había llegado la hora.



Nos paramos a la distancia prevista. La altura del primer salto sería de dos metros.



Recibí la orden, corrimos y superamos la valla sin dificultad, ante el regocijo de los presentes.



Vino el segundo salto con la valla a dos metros y treinta centímetros. Tampoco tuvimos problema alguno.



El júbilo se apagó con la tensión y el silencio del ambiente, para el gran desafío. Las gaviotas de la playa cercana, se mantuvieron inmóviles.



Mi teniente Riquelme y Chileno no lograron sobrepasar los dos metros con cuarenta centímetros, en sus tres intentos, volcándose en el último.



Nosotros habíamos igualado el record mundial vigente de dos metros con cuarenta y cuatro centímetros, pero no era suficiente…



Los dos metros cuarenta y siete centímetros, exigidos para superar la marca que el italiano mantenía desde hacía 11 años, se veían inalcanzables, en la enorme estructura de madera que interrumpía la vista.



Muchos deben haber pensado que nos estrellaríamos contra ese muro de altura interminable…



Mi capitán Larraguibel me dijo:



Ahora, Huaso. ¡Vamos, prepárate!



Como un eco, oí desde la distancia la voz de mi leal cuidador, González:



¡Vamos Huachito!...



En silencio, la noche observaba expectante nuestros movimientos…



Sólo se oía mi respiración agitada, resoplando el vapor de mis pulmones, disperso en la fresca brisa marina…



Sentí la tensión de las riendas y de inmediato el toque de los talones en mis costados…



¡Vamos, Huaso!



Obedecí la orden y nos aproximamos a la gran valla. Pero mi capitán había calculado mal la distancia, y se dio cuenta que no llegaríamos al lugar exacto para el impulso y me detuvo, haciéndome rehusar, como se frena a una locomotora desbocada.



De lo contrario, nos habríamos volcado como mi teniente Riquelme y Chileno.



La primera oportunidad, de sólo tres, se había desperdiciado, con el desencanto de todos los presentes.



No hubo pausa. Sólo deseábamos volver a intentarlo. Tampoco hubo palabras ni fueron necesarias. Mi capitán me llevó nuevamente hasta la partida, esperó el momento oportuno y me repitió la orden. Corrí con la firme decisión de superar al coloso imponente y, ahora sí, nos elevamos hacia las nubes. Pasamos la valla, pero alcancé a rozarlas, haciendo caer las varas superiores, y junto a ellas, cayó la ilusión de los asistentes que ahogaron el grito de felicidad. Ya llevábamos dos intentos, nos quedaba sólo una oportunidad más.



Mi capitán y yo, en cambio, volvimos confiados al sitio de partida. ¿Viste, Huaso?, ¿Ves que podemos pasarla?... ¡Esta vez lo vamos a lograr!



Agité mi cabeza, respirando profundo, sin poder contener mis ansias de saltar sobre el gigante.



Mi capitán debió esperar a que yo contuviese mis ansias y me concentrara.



El tercer intento no fue un salto. Fue el vuelo hacia el firmamento que la estrella de mi frente me tenía reservado desde que nací.



Piqué justo en el lugar escogido, los músculos de mis patas y de mi cintura respondieron con la fuerza de quien tiene la convicción de poder superar cualquier valla y desafío...



Nos fuimos elevando en un solo cuerpo, ascendiendo cada centímetro imposible, ignorando la fuerza de gravedad, en un salto de fantasía sin límites, que escalaba en el espacio y nos transportaba cada vez más alto, más alto, más alto, más allá de lo alcanzable, más allá de una realidad que, pasmada de asombro, nos miraba desde muy abajo.



Las nubes observaron el descenso como si cayésemos desde la cumbre de una montaña. Mis manos volvieron a tocar el césped y se encogieron, elásticas, para conservar el equilibrio y la monta de mi capitán. Las voces de cinco mil personas, incluida la del Presidente de la República, se multiplicaron en un estruendo majestuoso, para transmitir al mundo un formidable grito de triunfo.



Mi capitán Larraguibel contaría más tarde, que recordaba nuestro salto como "un accionar mágico de elasticidad, potencia, decisión y armonía para volar sobre el obstáculo", y "que sus ojos estaban a cuatro metros del piso cuando sintió que caíamos en picada".



En rigor sobrepasamos los dos metros cuarenta y siete, porque no saltamos por la mitad de la vara, que siempre se curva al centro y donde se hizo la medición oficial, sino por la esquina derecha, cuya altura era superior a los dos metros cincuenta centímetros.



¿Sabes, Huaso? me diría después mi capitán, "nuestro record sólo será batido el día que otro binomio, como nosotros, logre la perfecta armonía de caballo y jinete, de equilibrio y velocidad, y que ambos estén dispuestos a lanzar sus corazones por encima del obstáculo para irlo a buscar al otro lado".



Yo morí el 25 de agosto de 1961, a los treinta años de edad. Me enterraron en la querida Escuela de Caballería del Ejército, en Quillota, con honores militares.



Yo estaba feliz porque en la ceremonia me despidió mi capitán Larraguibel, y dijo unas lindas palabras:



"Ya estarás galopando Huaso por esos campos azules, donde van los nobles compañeros de nuestros recuerdos".



Y mi capitán murió el 12 de abril de 1995, tenía 75 años de edad.



Todos los días viene a saludarme. Me acaricia largamente el cuello, me da unas palmadas en el anca, se despide con un guiño de ojo y se marcha hasta el día siguiente… Siempre fue un hombre de pocas palabras.



Gracias por escuchar mi relato.



Caballo Huaso



(Eduardo Bastías Guzmán)






Monumento al record mundial de salto alto a caballo

Al Capitán Alberto Larraguibel Morales y al Caballo Huaso

Viña del Mar

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