miércoles, 25 de agosto de 2010

SOBRE " SECUESTROS PERMANENTES" Y REFORMA PROCESAL PENAL



José T. Caballero

Los manuales de derecho procesal penal chileno suelen comenzar con elogios a la reforma que sustituyó el antiguo procedimiento penal por el actual. Frecuentemente destinan varias páginas a los graves defectos de que adolecían los antiguos juicios penales: su lentitud, la falta de imparcialidad de un juez que debía investigar, acusar y resolver ante sí mismo, la poca o nula posibilidad del procesado para defenderse con éxito, por mencionar los más importantes. La reforma procesal penal es, frente a ello, ensalzada como si fuese la cura para todos los males, como si fuese la más grande de las reformas de los últimos tiempos. Pero esa grandeza tiene un elemento de mezquindad del que poco se habla…
Con el propósito expreso (y esperemos que real) de aplicar gradualmente la reforma procesal, se mantuvieron sometidos al antiguo procedimiento algunas causas, tolerando que en ellas continuasen todos los “horrores” denunciados por los reformadores, aún en el caso de acabar de implementarse con éxito la reforma en todo el territorio nacional, como de hecho ha ocurrido. Este propósito de gradualidad pudo haberse obtenido aplicándose el nuevo sistema en la medida que se promoviesen los nuevos juicios, pero en lugar de ello se optó “curiosamente” por restringirlo a las causas relacionadas con hechos perpetrados con posterioridad a su entrada en vigencia. Se podría pensar que al cabo de un breve tiempo podría acabar el serio problema de procesar a las personas de un modo distinto según la antigüedad de hecho de que se les acusaría, dado que los delitos irían prescribiendo, pero lamentablemente no es así.
El problema se agudiza y mantiene indefinidamente en el tiempo en el caso de los llamados “juicios por secuestro permanente”. Se mantiene indefinidamente porque al ganar terreno la tesis de la imprescriptibilidad de esos delitos, los juicios en que estos se ventilan podrían hipotéticamente existir en tanto viva al menos un solo miembro de las fuerzas armadas, de orden o seguridad a quien pueda imputársele con mayor o menor fundamento su participación en algún hecho (no necesariamente verdadero) que pueda haber acaecido durante el gobierno militar, el único donde pudo haberse secuestrado a la gente a manos de funcionarios del Estado, según debemos admitir cual dogma incuestionable.
Se dijo atrás que el problema se agudizaba, pero ¿por qué? La razón estriba en el más perverso de los defectos del procedimiento penal viejo: la existencia de un juez que debe investigar y acusar ante sí mismo. Este juez se ve en la necesidad de sospechar y demostrar la culpabilidad de un sujeto, debiendo acusarlo ante sí una vez que se convenza de que el procesado es probablemente culpable. La única oportunidad que el procesado tiene en tal caso, es persuadir a su inquisidor (perdón, juez) de demostrar que es inocente porque el magistrado se equivoca, tal como si le dijese “Perdón su señoría, no soy culpable como usted cree, retráctese por favor, usted se equivoca porque soy inocente según tales y cuales razones”. Si es poco probable que un juez cambie de opinión sobre este punto, agreguemos a esto el problema de enfrentarse a una causa de “derechos humanos” ¿es posible acaso hacer cambiar de opinión a quien tiene una idea formada acerca del período de historia nacional que se extiende entre 1970 y 1990? ¿Es posible esperar que un juez con edad de tomar a su cargo estas causas, con la experiencia recogida en esos años, no tenga ya firmes convicciones sobre lo ocurrido en ellos, ideas que inevitablemente le den un sesgo a la investigación que debe llevar a cabo? Con toda probabilidad, no.
Y he aquí como la trampa está completa: ha caído una maldición cívica sobre todo funcionario del Estado chileno, de quien se pueda imaginar que haya tenido participación en un hecho que podamos calificar de secuestro, sea este real o supuesto, y que se haya verificado entre el 11-09-1973 y el 11-03-1990. Quien tenga esas “cualidades” no podrá tener nunca la certeza, sino con su muerte, de ser procesado y condenado, por inocente que sea.
¿Existe la posibilidad de escapar de esta trampa, además de un indulto que por muy prometido no hay esperanzas de que sea otorgado? La hay. El problema de la tesis del secuestro permanente es que en todos los procesos se ha considerado a ese delito como presente para el efecto de eludir la prescripción, pero siempre ocultando que un hecho presente había de ser juzgado según la reforma procesal penal, para sí no caer en una permanente incoherencia. La dificultad consiste entonces en averiguar si esa incoherencia, en que ya se ha caído, trae consecuencias prácticas.
La respuesta se encuentra en los elementos necesarios para que exista un proceso: el tribunal, las partes y el conflicto, porque son sustancialmente distintos entre los sistemas procesales antiguo y nuevo. El tribunal de uno tiene potestades esenciales para el inicio y marcha del juicio que el otro no tiene (acusar, investigar, iniciar y hacer avanzar el proceso de oficio); no existen en el antiguo proceso penal partes que sí hay en el nuevo (la defensoría penal pública, el ministerio público); el conflicto no se verifica entre los mismos sujetos en uno y otro caso (en el antiguo, siempre contiende el juez y el procesado; pero en el nuevo quienes casi siempre se enfrentan son el ministerio público y el imputado, jamás el tribunal, quien sólo resuelve).
Tan sustanciales son estas diferencias, que resulta inconcebible que un proceso sometido al antiguo sistema procesal pueda iniciarse o continuar a la manera del nuevo. Resulta imposible que uno cualquiera de estos procedimientos reconozca los elementos procesales de la esencia que el otro reconoce a los casos que rige.
Por consiguiente, un proceso que debió ser tramitado según el nuevo procedimiento penal y que, en lugar de ello, fue tramitado según el antiguo, no existe. Y si no existe el proceso, tampoco su efecto: la sentencia. Luego, la cosa juzgada de toda sentencia condenatoria por secuestro “permanente”, pronunciada en conformidad al viejo sistema de procedimiento penal, es meramente aparente. Es simplemente una expresión de fuerza estatal que ha privado de un modo permanente de sus derechos a ciertos ciudadanos, constituyendo, irónicamente, la misma clase de hechos por los cuales aquellos fueron condenados: nos encontramos, lisa y llanamente, ante un secuestro judicial.
Y contra un hecho de esta clase que priva de su libertad personal a un individuo, un aparente acto del Estado, nulo de derecho público en razón del art. 7° de la Constitución nacional, el medio de protección por excelencia que nuestro ordenamiento reconoce, es el recurso de amparo.
Sin embargo, subyace una inquietud. Los ministros de corte que eventualmente hayan de conocer de esos recursos de amparo, ¿serán capaces de anteponer el respeto por los derechos fundamentales aún por temor a las represalias? En otros términos, ¿tendrán el coraje cuya falta reprochan a sus antecesores en el cargo? Es probable que cierto rector columnista deba admitirlo si pretende no contradecir sus dichos…

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