lunes, 27 de agosto de 2012

ASAMBLEISMO IRRESPONSABLE





Desde un tiempo a esta parte hemos sido progresivamente penetrados por la idea de que la solución mágica para el creciente descontento social y la pérdida de confianza en la clase política sería la instauración de una asamblea constituyente, facultada para refundar el sistema político que rige nuestra vida en común. Sin perjuicio de la sospechosa coincidencia con iniciativas similares en países donde imperan nuevas formas de socialismo reminiscentes de la Guerra Fría, la idea de elegir una asamblea constituyente hace surgir válidas inquietudes acerca de los riesgos que ello representaría.
En primer lugar, debemos considerar el estado actual en que se encuentra nuestra sociedad, donde el acceso acelerado a un mayor grado de desarrollo parece haber atentado contra la estructura de valores en que se sustentaba la identidad nacional, produciendo un generalizado desprecio hacia las instituciones y una preocupante pérdida de respeto hacia cualquier tipo de autoridad.
El origen de los problemas parece radicarse en la transformación que ha tenido el núcleo familiar chileno, en especial, en el cómodo abandono de su responsabilidad como formador de valores y promotor del respeto hacia los demás. Ello se ve acrecentado con la degradación del rol de los colegios, al haber éstos renunciado a la importante función formadora que ─complementando la labor de la familia─ promovía la fijación de conductas positivas en los estudiantes, a los que hoy se deja expuestos a la influencia de falsos modelos o a la manipulación de líderes de oscuras intenciones, como se ha visto en el último tiempo.
Transcurridos algunos años desde la reforma procesal penal chilena, nadie puede negar que la mano de la justicia sufrió un cambio demasiado brusco, sin conseguir aportar a la paz social de los chilenos. Procedimientos procesales propios de países dotados de una cultura desarrollada son aplicados en un país donde el lumpen festina con el irrespeto de las normas y de la autoridad, donde los criminales son despedidos con salvas de pistola en el cementerio, donde la policía es atacada con armas de fuego sin mediar posibilidad de respuesta, donde el delincuente se mofa de la citación a audiencia para escuchar su condena, donde los reincidentes son dejados en libertad una y otra vez, donde poner bombas no es considerado terrorismo, donde los delincuentes cuentan con defensa gratuita de primer nivel mientras las víctimas deben pagar abogados, etc.
Como si lo anterior no fuera suficiente, nos vemos enfrentados al desagrado de tener que soportar una clase política en la que ─salvo muy honrosas excepciones─ los supuestos representantes del pueblo se dedican a perseguir las cámaras de televisión y viven más de la farándula y de las encuestas que del cumplimiento de su obligación legislativa. Cada día más desprestigiados, luchan por alcanzar alguna figuración que les asegure un voto en las próximas elecciones, sin importar las consecuencias de sus actos ni el respeto a la declaración de principios del partido político al cual adhieren. La ambición por el poder ha sido transformada por estos malos actores en un fin en si mismo, siendo por ello capaces de justificar cualquier medio para lograrlo y deslegitimando ─estúpidamente─ con ello su propia función de representantes de sus electores.
En un contrasentido inexplicable, el bienestar económico tampoco parece contribuir a la estabilidad social, generando un materialismo incontenible e insaciable, donde el interés individual se posiciona por sobre el bien común, avalando todo tipo de actos inmorales y la violación de los derechos de los demás. El valioso concepto de los derechos propios terminando donde comienzan los del resto ha sido sustituido por un peligroso “todo vale” para los intereses de cada uno.

En medio de todo este clima se pretende elegir nuevos “representantes ciudadanos” para que conformen una asamblea constituyente que ─dotada de los más amplios poderes─ estructure una nueva carta fundamental para Chile. Se pretende con ello entregar atribuciones a un grupo de diversos orígenes y disímiles competencias intelectuales, culturales y cívicas para que elaboren el documento más importante para la vida nacional, donde cada palabra registrada tendrá un significado preeminente para los ciudadanos. Cabe preguntarse cual podría ser la forma de seleccionar a los candidatos para integrar esta asamblea constituyente. Si ─como algunos plantean─ las nominaciones se hicieran por elecciones en una “cuarta urna”, ¿quién nominaría los candidatos? Supongamos que lo hacen los partidos políticos, en cuyo caso seguiríamos en lo mismo: intereses de grupos de poder enfrentados al bien común. Si ─en cambio─ las designaciones son entregadas a las organizaciones sociales, seríamos testigos de lo mismo, pero en forma encubierta, ya que muy pocas organizaciones escapan al control ideológico-partidario y en aquellas en que esto no sucede, nos encontraríamos con seguridad ante personas con escasa capacidad de sustraerse a la influencia de las primeras para redactar la Ley fundamental.
Al respecto, sería muy ingenuo pretender que las “bases sociales” están en condiciones de diseñar, discutir y redactar un documento de este nivel de importancia. Esto equivaldría a los estudiantes diseñando los contenidos de sus programas educativos, a los operarios definiendo la estrategia comercial y productiva de la empresa o a la tropa diseñando los planes de ataque y de defensa. Como la historia de la humanidad lo demuestra, es en estos casos cuando se debe recurrir a los comités de “hombres sabios”, quienes ─desde un nivel cultural superior a la media─ pueden ser realmente capaces de prescindir de las mezquindades de la política contingente para redactar un documento que plasme adecuadamente los intereses de la mayoría. Por supuesto que para ello deberán acoger las inquietudes de los movimientos sociales, como también las del ciudadano común que normalmente no tiene quien lo represente. Solo de esta forma sería posible aceptar una asamblea constituyente, entendiendo desde ya que ello es muy difícil que ocurra, ya que las ambiciones desatadas en la clase política, ante la sola posibilidad de poder influir en su trabajo, hacen casi imposible que la razón se imponga sobre la presión del ambiente sobreideologizado que hoy predomina en el país.
Enfrentamos una etapa histórica, en la que Chile está apunto de superar el subdesarrollo para alcanzar un mayor bienestar para su gente, lo que nos pone en un escenario de cambio de fase o de ciclo que nos expone a los graves peligros que caracterizan dichos períodos, entre los cuales resalta el riesgo de la improvisación de soluciones, sin aquilatar debidamente las consecuencias que éstas puedan traer consigo. Por ser parte interesada en la mantención de sus prebendas, de nuestros políticos poco podremos esperar, quedando la discusión en manos del ámbito intelectual, talvez el único sector capaz de dejar de lado la disputa ideológica sin sentido para buscar una solución a nuestro grave problema actual, redactando una carta fundamental que permita regular una forma de vida en común que asegure la paz social y el bienestar para todos los chilenos, no solo para aquellos que buscan la revancha espuria. Sabios fueron aquellos que nos dieron la forma de nación independiente, como también quienes nos salvaron de la aventura totalitaria en 1973. No vaya a ser cosa que hoy ─por prescindir de ellos─ caigamos en el juego de los de ayer y permitamos que nos impongan tardíamente su revolución bananera.

24 de Agosto de 2012

Patricio Quilhot Palma

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