ADOLFO PAÚL LATORRE 1
“Mire, Patricio: los extremistas nos iban a matar a todos. Ante esta
realidad, dejemos que los militares hagan la parte sucia, después llegará la
hora del derecho”.
Declaración de Rafael Retamal a Patricio Aylwin
“Pero, claro, después los heroicos hombres de derecho vinieron al
rescate, cuando ya estaban seguros de que no los iban a matar a todos:
condenaron públicamente a los militares que estaban peleando, los enjuiciaron
y los metieron a la cárcel. Hoy los acusan de violencia innecesaria hasta por
no esperar que los terroristas dispararan primero. Como broche de oro,
liberaron e indultaron a todos los terroristas”.
Hermógenes Pérez de Arce
“A Dios y al soldado todos los hombres adoran en tiempos de guerra,
y sólo entonces. Pero cuando la guerra termina, y todo vuelve a su cauce, Dios
es olvidado y el soldado vituperado”.
Marcial
“Constituye una grave desviación del ejercicio de la jurisdicción
recurrir a pretextos, argucias o efugios para burlar el mandato legal y
reemplazarlo por aquello que el sentenciador en su fuero interno estima más
justo y conveniente. Por ese camino se precipita al derecho hacia un
despeñadero y la tarea judicial se transforma en una parodia grotesca y sin
sentido”.
Pablo Rodríguez Grez
INTRODUCCIÓN
Vemos con profunda preocupación la situación que afecta a numerosos militares y carabineros en
retiro que han sido querellados, procesados, humillados o condenados en las causas denominadas “de
derechos humanos”. Asimismo, vemos con preocupación nuestra actual realidad judicial, especialmente
la relacionada con la aplicación de algunas instituciones jurídicas fundamentales que han sido
instrumentalizadas ilegítimamente para conseguir fines políticos.
Con la excusa de hacer justicia y de sancionar a los presuntos responsables se ha violado
frecuentemente la juridicidad y se han producido —y continúan produciéndose— aberraciones e
iniquidades judiciales que vulneran gravemente los derechos y garantías que nuestra Carta Fundamental
asegura a todas las personas.
Sobre la base de lo anterior se formula un análisis crítico de algunas interpretaciones y
resoluciones judiciales absolutamente sesgadas en contra de los militares2, lo que constituye una
1 El autor es capitán de navío de la Armada de Chile, ingeniero naval en armas, oficial de Estado Mayor, profesor de academia, magíster en
ciencias navales y marítimas con mención en estrategia por la Academia de Guerra Naval, magíster en ciencia política con mención en teoría
política por la Universidad de Chile y abogado Universidad Católica del Norte sede Coquimbo. Es autor del libro POLÍTICA Y FUERZAS
ARMADAS. Características y misiones constitucionales de las FF.AA., Revista de Marina, Valparaíso, 1999.
2 En el presente artículo utilizamos la palabra “militares” en un sentido genérico, abarcando en ella a todos los miembros de las FF.AA. y de
Orden y demás personas procesadas en casos de derechos humanos.
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deslegitimación constante de una institución clave en el Estado de Derecho, como es el Poder Judicial, lo
que lejos de fortalecerla produce graves efectos sobre su credibilidad que son de costosa y difícil
reparación.
1. RESOLUCIONES JUDICIALES SESGADAS
En conformidad con nuestro ordenamiento jurídico, el Poder Judicial es el encargado de
administrar la justicia en la sociedad. Los jueces o los tribunales obtienen su legitimidad cuando
resuelven los casos sometidos a su conocimiento aplicando el derecho preexistente, única forma de lograr
el imperio de la ley. Sin embargo, en las causas de derechos humanos muchas de las resoluciones
judiciales son antijurídicas y han sido dictadas en fraude de ley, eludiendo las normas aplicables y
procurando la aplicación de otras no procedentes.
Por ejemplo, se admiten a tramitación —hasta el día de hoy— querellas por hechos ocurridos
hace cuatro décadas, en circunstancias de que la responsabilidad penal se halla largamente extinguida por
la prescripción de la acción penal y, por lo tanto, al juez no le cabe otra opción que la de dictar el
sobreseimiento definitivo, según lo ordena la ley.
Desde hace ya muchos años se ha venido configurando la práctica sistemática de estigmatizar,
prejuzgar y condenar anticipadamente a los militares por el solo hecho de serlo, con absoluta
inobservancia del principio de igualdad ante la ley, de la legislación vigente, de las normas del debido
proceso y de los preceptos legales que los favorecen. Muchas personas que pertenecieron a las Fuerzas
Armadas y de Orden se encuentran procesadas o condenadas por delitos que no cometieron, que no
estaban tipificados en la época en que habrían sido cometidos, que estaban prescritos o amnistiados, o
que ya habían sido juzgados en procesos que habían terminado por sentencia ejecutoriada o por
sobreseimiento definitivo.
Hay jueces que tramitan procesos no obstante estar afectados por clarísimas causales de
implicancia, fallan a sabiendas contra texto legal expreso y vigente, abusando de sus facultades
jurisdiccionales y cometiendo el delito de prevaricación, imponiendo su voluntad y tratando de satisfacer
intenciones propias por sobre el mandato explícito de la norma. Y, en reiteradas oportunidades, han
excluido medios de prueba que exculpaban a los imputados y se han valido de otros claramente
instrumentalizados —sin el más mínimo valor probatorio— y han condenado a personas inocentes.
La actual situación en que se encuentran cientos de antiguos integrantes de las FF.AA. y
Carabineros es producto de la discriminación e inequidad con que han actuado los tribunales de justicia
contra ellos, en medio de una enorme presión ideológica. Muchos de los fallos en contra de los
uniformados solo resultan explicables en un contexto político marcadamente hostil a los imputados y
regidos por el lema “ni perdón ni olvido”, acuñado por organizaciones políticas de izquierda y
agrupaciones de derechos humanos.
En las resoluciones judiciales se aprecia falta de ponderación, ecuanimidad y de sujeción al
ordenamiento jurídico, prevaleciendo, en no pocos casos, la ideología del juez y sus afecciones
partidistas; las que a veces quedan claramente reflejadas en sus sentencias, en las que se emiten juicios
de valor acerca del gobierno militar y que tienen un carácter marcadamente político. Algunas de ellas,
por ejemplo, se refieren a las FF.AA. y de Orden como “sublevados que se levantaron en armas y
destituyeron al gobierno constitucional y legítimamente instalado, produciendo el quebrantamiento de la
institucionalidad constitucional vigente hasta entonces”; es decir, atribuyéndole a éstas el
quebrantamiento de la institucionalidad y calificando como ilegítimo al gobierno militar (sentencias de
casación y de reemplazo dictadas por la Corte Suprema con fecha 24 de mayo de 2012, recaídas en los
autos Nº 24.776, denominados “Episodio Rudy Cárcamo Ruiz”).
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2. LOS MILITARES SABEN
En relación con esto último cabría hacer una digresión: fue el gobierno de la Unidad Popular —y
no las Fuerzas Armadas y Carabineros— el que produjo “el grave quebrantamiento del orden
constitucional y legal de la República” como lo dice, textualmente, el acuerdo de la Cámara de
Diputados del 22 de agosto de 1973. Ese mismo documento (que según Erich Schnake fue simplemente
una autorización al golpe de Estado) dice: “es un hecho que el actual Gobierno de la República, desde
sus inicios, se ha ido empeñando en conquistar el poder total, con el evidente propósito de someter a
todas las personas al más estricto control económico y político por parte del Estado y lograr de ese
modo la instauración de un sistema totalitario absolutamente opuesto al sistema democrático
representativo que la Constitución establece”.
La Corte Suprema ya se había pronunciado al respecto, en un oficio que le enviara al Presidente
de la República con fecha 26 de mayo de 1973 y en el que le representaba “por enésima vez, la actitud
ilegal de la autoridad administrativa en la ilícita intromisión en asuntos judiciales, así como la
obstrucción de Carabineros en el cumplimiento de órdenes emanadas de un Juzgado del Crimen, que de
acuerdo con la ley, deben ser ejecutadas por dicho cuerpo sin obstáculo alguno; todo lo cual significa
una abierta pertinacia en rebelarse contra las resoluciones judiciales, despreciando la alteración que
tales actitudes u omisiones producen en el orden jurídico, lo que —además— significa, no ya una crisis
del estado de derecho, como se le representó a S.E. en el oficio anterior, sino una perentoria o inminente
quiebra de la juridicidad del país”.
Por otra parte, hubo numerosas declaraciones del Episcopado, en mensajes que “fotografiaban”
el momento político-social que vivía nuestro país y de las cuales hemos extractado algunas frases, tales
como las siguientes: “No nos hundamos en el caos, el odio y la miseria. La hora es grave, y no puede
estirarse mucho más el hilo que aún une a las dos partes del país, sin consecuencias irremediables”;
“rostro de Chile… martirizado por grandes temores, luchas que desangran la patria, prensa diaria que
con grandes titulares invita a la violencia, a la desconfianza, a la enemistad, lucha de clases cargada de
odios y de violencia, juventud utilizada y lanzada a la misma lucha que viven los adultos…
desabastecimiento y mercado negro”; “Chile parece un país azotado por la guerra”; “Nos urge liberar a
Chile cuanto antes de este torbellino fratricida”; “sugerimos una tregua para que no asesinemos la
Nación”.
Finalmente, en relación con esta materia, transcribiremos dos citas de quien era, a la sazón,
presidente del Partido Demócrata Cristiano, senador Patricio Aylwin Azócar:
a) Declaración en el diario La Prensa, Santiago, el 19 de octubre de 1973: “La verdad es que la
acción de las fuerzas Armadas y del Cuerpo de Carabineros no vino a ser sino una medida preventiva
que se anticipó a un autogolpe de Estado que, con la ayuda de las milicias armadas con enorme poder
militar de que disponía el Gobierno y con la colaboración de no menos de 10.000 extranjeros que había
en este país, pretendía o habrían consumado una dictadura comunista”.
b) Intervención en el Senado, el día 11 de julio de 1973:
“La Democracia Cristiana, en cuyo nombre hablo, tiene la conciencia de que estamos viviendo
uno de los momentos más graves y trascendentales de nuestra vida republicana… Los acontecimientos
de los últimos días han puesto de relieve, con brutal crudeza, a qué extremos angustiosos ha llegado la
crisis integral de Chile. Pareciera que Chile ha perdido su personalidad como nación… En nombre de
la lucha de clases, convertida en dogma y motor únicos de toda acción política y social, se ha
envenenado a los chilenos por el odio y desencadenado toda clase de violencias… Aunque a menudo se
invoque el nombre de la patria y se abuse grotescamente de su bandera, el sentido de nuestra
nacionalidad sufre la mella de la abrupta división entre los chilenos. El recelo y la desconfianza
recíproca, cuando no el odio desembozado prevalecen sobre toda solidaridad, y una creciente
degradación moral rompe las jerarquías de valores, suelta los apetitos egoístas y sacrifica el bien
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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común… Por dolorosos que sean, nadie puede negar la verdad de estos hechos. Constituyen una
realidad que ha llevado a los obispos católicos a decir que Chile parece un país azotado por la guerra.
Una realidad que está destruyendo a Chile y poniendo en peligro su seguridad. Una realidad que tiene
quebrantada nuestra institucionalidad democrática. Una realidad que parece amenazar al país con el
terrible dilema de dejarse avasallar por la imposición totalitaria o dejarse arrastrar a un enfrentamiento
sangriento entre chilenos… La población civil de nuestra Patria no puede seguir viviendo a merced de
grupos minoritarios, armados con la complicidad y tolerancia de las autoridades, que tratan de imponer
por la fuerza su voluntad al resto de los chilenos, se apoderan de las fuentes de trabajo y amenazan la
propia vida de quienes no se les someten. Esto significa el establecimiento del terror y corresponde al
Gobierno, a las Fuerzas Armadas y al Cuerpo de Carabineros el deber de poner término inmediato a
esta situación”.
Dada la situación que hemos descrito con estas breves pinceladas, la ciudadanía demandó la
intervención de las Fuerzas Armadas y de Orden, las que se hicieron cargo del poder porque no había
otro remedio, ante un fracaso de los políticos civiles que ponían en peligro intereses vitales de la patria.
Y fueron llamadas porque ellas —dígalo o no la Constitución— son las garantes, en última instancia, del
orden institucional de la República, y porque eran las únicas instituciones capaces de restablecer la
democracia que había sido destruida; tarea que llevaron a cabo con pleno éxito, entregando a las nuevas
autoridades civiles en 1990 un país en pleno auge, cuyo estado floreciente nadie discutía. Esos
“sublevados” —como los calificó la precitada sentencia— fueron los que “salvaron a Chile”, según
expresiones del ex presidente Eduardo Frei Montalva.
Los militares fueron convocados por los políticos de todos los grupos democráticos a combatir al
soterrado ejército marxista que había en 1973, y éstos sabían que tal trabajo no podía ser indoloro y
jurídicamente impecable, dados el poder y la clandestinidad del enemigo. Pero después se horrorizaron
de los métodos utilizados para reprimir a quienes estaban llevando a cabo una guerra irregular, la que se
caracteriza por la utilización de diversos medios violentos para impulsar la lucha política por la toma del
poder (mediante sabotajes, atentados con explosivos, acciones de propaganda armada, asesinatos y otras
acciones de carácter terrorista).
Claro que, pasado el peligro y la gravedad de la presencia en el territorio de más de diez mil
efectivos irregulares armados, nada había que agradecer a los militares; se comenzó a criticar la
severidad de la represión y de la labor antisubversiva y éstos pasaron a ser “la dictadura”. Conjurado el
peligro, nada más fácil que lanzar al basurero de la historia a quienes, en su momento, arriesgaron su
vida para salvar al país.
Los autores materiales e intelectuales de la violencia han eludido todas sus responsabilidades y
hoy se yerguen en acusadores de quienes salvaron a Chile de su intentona totalitaria.
Si bien la finalidad de las instituciones militares es de índole política —puesto que los militares
siempre cumplen una función política, solo varía la forma en que ésta se manifiesta—, los miembros de
las Fuerzas Armadas no buscan ni desean intervenir en la política contingente. Sin embargo, cuando está
en peligro la subsistencia misma del Estado-nación, están obligadas a hacerlo en cumplimiento de su
misión de garantizar el orden institucional de la República, la seguridad nacional y la defensa de la
patria.
Los militares saben que en tales casos su obligación moral es intervenir y actuar. Y saben
también que después que hayan salvado a la nación, después que hayan impuesto el orden y arreglado los
problemas que aquejaban a una sociedad enferma ⎯con los costos que tal cirugía trae consigo⎯, los
responsables del caos aparecerán, descaradamente, como los restablecedores de la democracia; sin
reconocer responsabilidad alguna en los hechos que condujeron al país a tal situación, negando los éxitos
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del gobierno que tuvo que asumir para superar esa emergencia, atribuyéndose sus logros, contradiciendo
las declaraciones que habían hecho cuando el país iba rumbo al despeñadero y criticando a los militares
por los abusos y excesos cometidos.
Pero esto no es nada nuevo. El poeta Marcial escribía en el siglo I de nuestra era: “A Dios y al
soldado todos los hombres adoran en tiempos de guerra, y sólo entonces. Pero cuando la guerra
termina, y todo vuelve a su cauce, Dios es olvidado y el soldado vituperado”.
3. CONTEXTO SOCIAL HISTÓRICO
La ley no se aplica atendiendo al contexto social histórico absolutamente anormal que se vivía en
la época en que se habrían cometido los supuestos delitos, sino que considerando una plena normalidad
constitucional; normalidad que conquistaron, precisamente, las personas que ahora son juzgadas.
Lamentablemente, para alcanzar tal normalidad fue necesario aplicar la fuerza, lo que obviamente
acarrea como consecuencia personas muertas, heridas o desaparecidas. Sin embargo, curiosamente, los
diez mil hombres en armas —extremistas, violentistas, guerrilleros, terroristas o como quiera
llamárseles— que había en el país se transformaron, por arte de magia, en “víctimas de atropellos a los
derechos humanos”. Y así se considera, de partida, a los militares como “victimarios” y a los detenidos,
fallecidos o desaparecidos como “víctimas”; sin considerar en absoluto el contexto político, social e
histórico en el que ocurrieron los hechos investigados y omitiendo medios probatorios, leyes o
circunstancias que favorecen a los procesados; incluso en situaciones en que éstos actuaron en defensa
propia.
La mayoría de los jueces se resiste a aplicar la ley en el contexto en que ocurrieron los hechos y
los juzgan como si hubieren acaecido en la actualidad, olvidando el entorno de odio político, de
violencia, de polarización y de división entre los chilenos, que sirvió de marco a los delitos que se están
juzgando; cuando Chile vivió la peor crisis de su historia; cuando se estaba al borde de la guerra civil y
de la desintegración nacional; cuando desde el propio gobierno y sus partidarios se validaba la violencia
política y la vía armada para alcanzar el poder total, y se exacerbaba la lucha de clases. No es justo
evaluar con los criterios de hoy delitos que son condenables, pero que se gestaron en un ambiente de
odios extremos, que dividieron al país en dos bandos irreconciliables y lo llevaron al borde de la “guerra
civil con un millón de muertos” que pronosticaba el presidente Allende.
Tampoco consideran la situación de confrontación ideológica, política y de poder propios de la
denominada “guerra fría” entre las dos grandes potencias que se vivía en el mundo, con sus secuelas de
enfrentamientos violentos al interior de la mayoría de las naciones centro y sudamericanas.
Con respecto a la situación que se vivía en aquella época, el historiador Mario Góngora ha
expresado: “La perspectiva general de esos años, sobre todo la del último, 1972-1973, es la de una
guerra civil todavía no armada, pero catastrófica, análoga a los últimos meses de la República
Española, antes de julio de 1936”.
Lamentablemente es imposible, y hasta ingenuo, creer que una guerra civil larvada o en
preparación y a punto de estallar, se pueda contrarrestar sin acciones violentas que permitan anular la
fuerza del adversario, las que resultaban inevitables en el contexto de un trastorno de todo orden que no
tenía precedente en la vida de Chile. En todo caso, el hecho cierto es que las FF.AA. y Carabineros
lograron evitar una guerra civil y rescatar a la nación de las garras del comunismo con una escasa pérdida
de vidas humanas, considerando el contexto histórico que se vivía y lo ocurrido en otros países que,
como España, vivieron experiencias similares.
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Como ha expresado Adolfo Zaldívar: “lo que vivimos en Chile, previo al 73, se quiera o no
admitir, fue el preludio de una guerra civil que son las más crueles de todas, por los odios y pasiones
que desatan previo a que estallen. Lo concreto es que se jugó con fuego y muchos salieron quemados”.
El clima imperante en esa época no justifica, pero sí explica los excesos y delitos cometidos por
algunos miembros de las instituciones armadas y el contexto violento e irracional en que tales hechos
ocurrieron. No debemos olvidar que los denominados “violadores de los derechos humanos” estaban
enfrentando una cruenta guerra irregular, contra grupos subversivos armados que asesinaban a mansalva
—especialmente a carabineros—, que destruían bienes materiales públicos y privados, que atentaban
contra los derechos humanos de todos los chilenos, y que socavaban la convivencia nacional y al propio
Estado; cuyas acciones terroristas no cesaron ni siquiera después de 1990 (al respecto, bastaría
mencionar el asesinato del senador Jaime Guzmán Errázuriz).
Hay hechos que ciertamente nadie puede dejar de condenar, pero que no son más que la
consecuencia inevitable de la violencia, de los odios, los abusos y los enfrentamientos que desató un
movimiento que quiso apoderarse del poder para instaurar en Chile un régimen socialista totalitario al
estilo cubano.
El contexto social histórico fue circunstancia decisiva de los hechos delictivos. No fue ajeno a
ellos, como puede serlo en un delito común perpetrado en condiciones de plena vigencia del orden
jurídico y de paz social.
No se juzga con verdad y justicia el comportamiento de un agresor si se omite toda referencia a
la indebida e ilegítima provocación o agresión que él ha sufrido antes de parte de su víctima. Pero, con la
ideología del odio contra los uniformados prevaleciente en los estrados, aun cuando haya sido un
terrorista el agresor se dirá: si un militar mató a un terrorista, fue un crimen horrendo; si un terrorista
mató a un militar, constituyó un paso adelante hacia la democracia.
No es equitativo un país en que la justicia parece tener solo un ojo para juzgar severamente a un
sector, mientras los responsables de la crisis institucional se afanan por perseguir y encarcelar a los
integrantes de las Fuerzas Armadas. Nada justifica que solo un sector de la sociedad chilena siga siendo
juzgado y condenado por los tribunales de justicia por hechos ocurridos hace treinta y cinco o más años y
que quienes cometieron delitos o crímenes en el sector opuesto disfruten de la impunidad, ya sea por la
vía de la aplicación de la amnistía, de la prescripción o de los indultos —que les son negados a los
militares—, de la rebaja de las penas u otros mecanismos.
La falta de imparcialidad con que actúan algunos de los magistrados que conocen casos de
derechos humanos los hace indignos del honroso tratamiento de jueces, pues son solo verdugos de una
venganza que tiene por escondido propósito aplicar la ley del talión.
Hoy abundan las quejas por los abusos y “violaciones a los derechos humanos” que algunos
miembros de las FF.AA. y de Orden habrían cometido. Por cierto que siempre, aun en las peores
circunstancias, puede hablarse de abusos o delitos, pero nunca es lícito tratar de tender una cortina de
olvido sobre los hechos que obligaron a nuestras FF.AA. a pronunciarse, a pesar de su renuencia y de los
riesgos que implicaba sacar miles de hombres fuertemente armados a la calle. Corregir la situación de
enorme emergencia que vivió Chile exigía medidas extremas cuya aplicación, por desgracia, abría
amplias posibilidades al abuso. Por eso no está de más subrayar que los responsables de esos abusos
también hay que ir a buscarlos entre aquellos que provocaron la emergencia, haciendo inevitable las
dolorosas medidas que comentamos. Y quienes que ahora rasgan vestiduras, harían mejor en meditar
acerca de su responsabilidad en los hechos que hicieron necesaria la intervención de la Fuerzas Armadas.
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Por último, citando a Jaime Guzmán, no debemos olvidar que “la responsabilidad principal del
grueso de las violaciones a los derechos humanos ocurridas en la etapa posterior al 11 de septiembre
del 73 corresponde a quienes desataron la situación de guerra civil, más que a aquellos militares que
cometieron esos actos como parte de la difícil tarea de conjurar la guerra civil. No estoy señalando que
esos uniformados que hayan transgredido los derechos humanos no tengan responsabilidad en los
hechos. Lo que estoy señalando es que los máximos dirigentes de la Unidad Popular tienen una
responsabilidad todavía mucho mayor en los dolores que sufrieron sus seguidores, como resultado del
cuadro de guerra civil al cual los arrastraron”.
4. RESOLUCIONES JUDICIALES ARBITRARIAS E ILEGÍTIMAS
Las sentencias dictadas en las causas de DD.HH., en la generalidad de los casos, no aplican el
derecho preexistente o lo aplican torcidamente y son, por lo tanto, arbitrarias e ilegítimas y se encuentran
descalificadas como actos judiciales válidos. Tales sentencias son solo situaciones de hecho y no
verdaderas sentencias judiciales.
Y ello es así, por cuanto son impuestas sin respetar principios jurídicos básicos o garantías
fundamentales de un Estado de Derecho, tales como los siguientes:
a) Igualdad ante la ley. Todas las personas del sector político de izquierda proclives al gobierno de la
Unidad Popular que observaron una conducta penal reprochable —incluyendo asesinatos y actos de
carácter terrorista— fueron liberadas de responsabilidad penal (ya sea por aplicación del D.L 2191
de 1978 sobre amnistía, por leyes de indultos generales o por indultos particulares; incluso por
delitos cometidos con posterioridad al 11 de marzo de 1990); en cambio, aquellos militares y
carabineros que también habrían observado una conducta reprochable no han sido beneficiados por
tales normas. Por otra parte, los militares son los únicos chilenos a quienes les es aplicado un
procedimiento penal diferente y más desfavorable que el que se le aplica al común de los
ciudadanos.
b) Legalidad. Solo las leyes, no la voluntad del gobernante o del juez pueden crear los delitos y sus
penas. Este principio —también denominado como de reserva legal— exige que tanto la conducta
sancionada como la pena a ella asociada, estén determinadas previamente por la ley (implica la
reserva absoluta y sustancial de ley, es decir, en materia penal solo se pueden regular mediante una
ley los delitos y las penas). Se expresa en la frase latina nullum crimen, nulla poena sine lege
praevia, scripta, stricta et certa (ley previa: no aplicación retroactiva de la ley; ley escrita:
prohibición del derecho consuetudinario; ley estricta: prohibición de la analogía; ley cierta: no
aplicación de leyes y penas indeterminadas). Nadie podrá ser sancionado o penado si es que su
comportamiento no se encuentra constituido como un delito en el ordenamiento jurídico al momento
de su realización. Con la aplicación de este principio se deja sin castigo a muchos comportamientos
que son perjudiciales para la sociedad; sin embargo, en este caso prima la seguridad jurídica. El
principio de legalidad se constituye como el más importante y principal límite frente al poder
punitivo del Estado, pues éste sólo podrá aplicar la pena a las conductas que, de manera previa, se
encuentren definidas como delito por la ley penal. De esta manera, el principio de legalidad puede
percibirse como una limitación al poder punitivo del Estado y como una garantía, pues las personas
sólo podrán verse afectadas en sus derechos fundamentales cuando sus conductas se encuentren
prohibidas previamente por la ley. Este principio esencial es violentado en la mayoría de las
sentencias que se fundamentan sobre la base de la costumbre internacional (ius cogens) o de normas
de derecho internacional que no están vigentes en Chile o que no lo estaban al momento de
producirse los hechos.
c) Tipicidad. Exige que los hechos sean plenamente subsumibles en un tipo delictivo que determine
clara y precisamente cual es la conducta prohibida, no permitiéndose cláusulas legales
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indeterminadas ni integración analógica alguna; es decir, no puede utilizarse otro delito para cubrir
un vacío legal cuando la conducta no está expresa y detalladamente descrita y sancionada en la ley.
Por otra parte, se encuentra la prohibición de aplicación de normas que no sean escritas (es decir, de
la costumbre o del derecho consuetudinario). Este principio esencial también es violentado en la
mayoría de las sentencias que se fundamentan sobre la base de la costumbre internacional (ius
cogens) o de normas de derecho internacional que no están vigentes en Chile o que no lo estaban al
momento de producirse los hechos; especialmente porque la mayoría de esas normas no establecen
tipos penales, sino que solo dan pautas para que los Estados parte los incorporen en sus respectivos
derechos internos.
d) Irretroactividad de la ley penal. Por razones de seguridad jurídica, es necesario que el legislador no
le otorgue retroactividad a una ley penal, por más que la acción sea disvaliosa y perjudicial para la
sociedad. La prohibición de aplicación retroactiva de la ley penal desfavorable es una concreción
básica del principio de legalidad. La retroactividad solo está permitida cuando la nueva ley resulta
más beneficiosa para el inculpado.
e) Pro reo o principio de favorabilidad (favor rei). Protege al imputado en caso de conflicto de leyes.
Constituye una excepción a la regla general según la cual las leyes rigen hacia el futuro. Surge de la
máxima favoralia amplianda sunt, odiosa restringenda. Se materializa a través de la aplicación de
la ley más favorable al imputado. Si la ley vigente al tiempo de cometerse el delito fuere distinta de
la que existe al pronunciarse el fallo, se aplicará siempre la más benigna. Este concepto de la ley
penal más benigna está íntimamente relacionado con el de “ultraactividad de la ley más benigna”: si
la ley vigente en el momento de la comisión del hecho es modificada o derogada antes del
juzgamiento es aplicable por ser más benigna; y con el de “ley penal intermedia más favorable”:
aquella que entra en vigor después de la comisión del delito, pero que es modificada nuevamente,
antes de la sentencia, por otra más rigurosa, se aplica la ley más benigna.
f) In dubio pro reo. En caso de duda, ya sea por insuficiencia probatoria u otra razón, se deberá decidir
en el sentido más favorable para el imputado o acusado. Esta garantía está muy relacionada con el
principio de inocencia. En virtud de este principio, la condena solo puede fundarse en la certeza y
verdad de lo establecido durante el proceso, de tal manera que si no se produce plena convicción en
el juzgador o si sobreviene alguna duda, necesariamente deberá absolverse al acusado.
g) Derecho fundamental a un debido proceso. Si bien la noción de debido proceso es común a todo
tipo de causa, en materia procesal penal resulta esencial. Nuestra Constitución Política no utiliza la
expresión “debido proceso”, tal vez por no emplear una denominación que tiene sus orígenes en el
derecho anglosajón (due process of law). El constituyente de 1980, en el número 3 del artículo 19,
optó por usar la expresión equivalente de “las garantías de un racional y justo procedimiento”
(expresión que fue posteriormente reemplazada por la de “las garantías de un procedimiento y una
investigación racionales y justos”). En diversos tratados internacionales de derechos humanos se
consagran los requisitos que debe reunir el debido proceso, entre los cuales podríamos mencionar
los siguientes: toda persona tiene derecho a ser oída públicamente, en condiciones de plena igualdad
y con justicia, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal
competente, independiente e imparcial, establecido con anterioridad por la ley; presunción de
inocencia; respeto de los principios de legalidad, de irretroactividad de la ley penal; de
favorabilidad, non bis in idem y otros; permitir al imputado la oportunidad de una adecuada defensa;
no presunción de derecho de la responsabilidad penal; examen y objeción de la prueba rendida;
existencia de recursos procesales; debida fundamentación de las sentencias, etc.
h) Non bis in idem. Aforismo latino que significa no dos veces sobre lo mismo. Con esta expresión se
quiere indicar que nadie puede ser perseguido penalmente más de una vez por el mismo hecho, a fin
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de evitar que quede pendiente una amenaza permanente sobre el que ha sido sometido a un proceso
penal anterior, al que se le dio término ya sea por sentencia ejecutoriada o por sobreseimiento
definitivo. En otras palabras, este principio —que es una expresión del principio de seguridad
jurídica— garantiza a toda persona el no ser juzgada dos veces por el mismo delito. Esta garantía se
concreta en una institución procesal que se denomina la cosa juzgada y se traduce en un
impedimento procesal que niega la posibilidad de interponer una nueva acción y la apertura de un
segundo proceso con un mismo objeto. El principio non bis in idem tiene efectos muy concretos en
el proceso penal. El primero de ellos es la imposibilidad de revisar una sentencia firme en contra del
imputado. El imputado que ha sido absuelto no puede ser condenado en un segundo juicio; el que ha
sido condenado, no puede ser nuevamente condenado a una sentencia más grave. Por imperio de
este principio, la única revisión posible es una revisión a favor del imputado. El Código Procesal
Penal establece este principio en su artículo 1º, en los siguientes términos: “La persona condenada,
absuelta o sobreseída definitivamente por sentencia ejecutoriada, no podrá ser sometida a un nuevo
procedimiento penal por el mismo hecho”.
i) Principio de inocencia. El estado jurídico de inocencia, conocido como "presunción de inocencia", es
uno de los elementos esenciales del debido proceso, de la garantía del proceso justo. Diversos son
los textos que lo consagran, tanto en el ámbito internacional como en los ordenamientos nacionales,
siendo todas las fórmulas utilizadas similares. Nuestra Constitución Política no contempla la
fórmula tradicional del principio, pero sí está recogido en el artículo 4º del Código Procesal Penal,
en los siguientes términos: “Ninguna persona será considerada culpable ni tratada como tal en
tanto no fuere condenada por una sentencia firme”. Esta presunción es un derecho básico del
imputado. Lo relevante es que quien acusa es quien tiene que demostrar la acusación; el acusado no
tiene que demostrar su inocencia, ya que de ella se parte. Es preciso que la culpabilidad sea
demostrada por el acusador; si el querellante no prueba, se debe absolver al querellado.
j) Onus probandi o carga de la prueba. Al operar la presunción de inocencia a favor del acusado, es
claro que la carga de la prueba corresponde a la acusación. Este principio jurídico señala quién está
obligado a probar un determinado hecho ante los tribunales y su fundamento radica en el aforismo
de derecho que expresa que “lo normal se presume, lo anormal se prueba”. Por tanto, quien invoca
algo que rompe el estado de normalidad debe probarlo. Este principio se expresa en aforismos
latinos tales como: actori incumbit onus probandi (la carga de la prueba incumbe al actor) o actore
non probante reus absolvitur (si el demandante no prueba, se absuelve al demandado). En los casos
de procesos por “secuestro permanente”, son los querellantes quienes deben probar que el
“secuestro” se ha prolongado en el tiempo y no los inculpados o acusados
k) Normas reguladoras de la prueba. Son aquellas pautas básicas que importan una restricción a las
facultades privativas de los sentenciadores en la valoración de la prueba. Su inobservancia se
produce cuando se invierte el peso de la prueba; cuando se rechaza una probanza que la ley autoriza
o cuando se acepta una que la ley repudia; y cuando se altera el valor probatorio que la ley le asigna
a los diversos medios de prueba. El artículo 456 bis del Código de Procedimiento Penal dispone que
la acreditación de los hechos en un litigio criminal solo puede obtenerse a partir de los medios
de prueba legal, y esos son los que están especificados en el artículo 457 del mismo código.
l) Principio de culpabilidad (nulla poena sine culpa). La importancia indiscutida de la culpabilidad
como elemento esencial integrante de un hecho delictivo para que surja responsabilidad criminal
para su autor, ha llevado a consagrarla como principio básico o fundamental de la justicia penal. La
culpabilidad es un juicio de reproche, eminentemente personal, que la sociedad formula al autor de
una conducta típica y antijurídica, porque en la situación concreta en que se encontraba podía haber
evitado su perpetración, y de esta forma haber actuado conforme a derecho. La idea esencial de la
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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culpabilidad es la “reprochabilidad” que se hace al actor por el hecho delictivo que ha cometido en
forma libre, racional y voluntaria, cuando podía haberse abstenido de realizarlo o haber actuado de
otra manera en el caso concreto. La esencia de este principio puede expresarse en dos proposiciones:
“sin culpabilidad no hay pena” y “la pena no puede sobrepasar la medida de la culpabilidad”; dicho
en forma sumaria, la culpabilidad es “fundamento y medida de la pena”. A ello cabría agregar que
“sin libertad no hay culpabilidad”. Evidentemente, el reproche de culpabilidad puede estar ausente si
al actor no le era exigible otro comportamiento o si su actuar delictivo se debió a que la situación en
que se encontraba era anormal o excepcional. En los casos de derechos humanos, los sentenciadores
no consideran que el grado de culpabilidad del autor del hecho muchas veces está muy disminuido o
es inexistente, dado el escaso grado de libertad de éste —por la obediencia forzada en instituciones
altamente jerarquizadas y por tener que cumplir órdenes, desconociendo muchas veces el fin de la
operación o el fundamento de tal orden—, la crisis del orden institucional en el que las garantías
individuales estaban restringidas, y el convencimiento de estar haciendo lo correcto ante el enemigo
en una situación de guerra interna (si bien no hubo una guerra interna formal al tenor de los
Convenios de Ginebra, tal guerra sí existió, en los hechos, para los militares en acción en esa época;
así fue percibida por ellos). Para efectos de determinar el grado de culpabilidad de los hechores, no
pueden olvidarse las particularísimas circunstancias contextuales de la época que se vivía. En
muchas sentencias se le atribuye a los imputados una especie de responsabilidad objetiva,
atendiendo más a la gravedad de los hechos que al grado de culpabilidad de los autores
(responsabilidad subjetiva).
m) Principio de personalidad de la sanción penal. La responsabilidad penal es algo eminentemente
personal. En consecuencia, no existe responsabilidad por hechos delictivos ajenos ni tampoco por el
mero hecho de haber sido superior jerárquico del hechor; como es el caso de algunos militares que
han sido condenados por “responsabilidad del mando”, sin haber tenido participación alguna en el
delito, ni en calidad de autor —material o intelectual—, ni de cómplice o encubridor.
n) Seguridad jurídica. El hombre requiere seguridad y certeza en la vida social; tiene la necesidad de
saber qué podrán hacer los demás respecto de él y qué es lo que él puede hacer respecto de los
demás. Satisfacer esa necesidad es uno de los fines del derecho, lo que realiza mediante normas
jurídicas. La seguridad jurídica se vincula con el Estado de Derecho y con el saber a que atenerse.
Podríamos definirla como la confianza que los ciudadanos pueden tener en la observancia y el
respeto de las situaciones derivadas de la aplicación de normas válidas y vigentes; la certidumbre de
que ellas serán cumplidas rectamente y sin arbitrariedades. En materia de juicios por casos de
derechos humanos no hay seguridad jurídica alguna, ya que los fallos no dependen de lo que la
legislación vigente establece, sino que de la forma en que ésta es o no es aplicada por los tribunales,
de la aplicación de normas de derecho internacional no vigentes en Chile, y de la forma en que están
integradas las salas de las Cortes de Apelaciones o la sala penal de la Corte Suprema el día en que
corresponde la vista de la causa. Lo único seguro pareciera ser que cada día que pasa aumenta el
encono y el grado de iniquidad y de venganza en contra de los militares y carabineros en retiro..
o) Leyes procesales rigen in actum. Como regla general, las leyes procesales (aquellas concernientes a
la sustanciación y ritualidad de los juicios) poseen vigencia in actum y prevalecen sobre las
anteriores desde el momento en que deben empezar a regir; salvo cuando la ley anterior contenga
disposiciones más favorables al imputado. Al respecto, el artículo 11 del Código Procesal Penal
(que reemplazó al antiguo Código de Procedimiento Penal) establece: “Las leyes procesales penales
serán aplicables a los procedimientos ya iniciados, salvo cuando, a juicio del tribunal, la ley
anterior contuviere disposiciones más favorables al imputado”. Sin embargo, a los militares no le
están siendo aplicadas las leyes procesales del nuevo sistema procesal penal que están vigentes en
todo el territorio nacional y para todos los habitantes del país, sino que le están siendo aplicadas las
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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normas del sistema procesal penal antiguo, que son muy desfavorables para éstos; lo que además de
vulnerar la garantía de igualdad ante la ley violenta el principio de favorabilidad. Ello se debe a la
actual coexistencia de dos sistemas procesales penales en Chile, lo que como veremos más adelante,
constituye una discriminación absolutamente arbitraria, abiertamente inconstitucional y que no tiene
justificación alguna. En todo caso, aun cuando a los militares les esté siendo aplicado el sistema
antiguo, no hay razón alguna para que no les sean reconocidos aquellos derechos, garantías o
principios judiciales penales que establece el nuevo sistema y que no resulten incompatibles con el
antiguo. Sin embargo, ello no ocurre y el sistema antiguo les sigue siendo aplicado a los militares,
con todo su rigor y su falta de garantías.
p) Derecho a un tribunal imparcial. Este derecho fundamental se ve violentado en muchos casos, en
que los jueces tienen relaciones de amistad o de parentesco con los querellantes —y que, no
obstante, no se inhabilitan— o que manifiestamente adhieren a posiciones políticas antagónicas con
las de los acusados, lo que se ve reflejado en sus resoluciones. Esta falta de imparcialidad se ve
agravada por el hecho de que a los imputados les es aplicado el sistema procesal penal antiguo, en
que el juez del crimen es el encargado de investigar, de acusar y de dictar sentencia. No puede haber
dudas razonables de que un juez tal —cuando en una misma cabeza están las funciones persecutoria
y juzgadora— carece objetivamente de imparcialidad para juzgar. Evidentemente, el juez es
determinado por los influjos subjetivos de su propia actividad agresiva e investigatoria. Resulta
esencial que quien deba realizar el juicio de culpabilidad definitivo no haya anteriormente tomado
decisiones que impliquen un juicio preparatorio sobre esa declaración de culpabilidad. Cuando el
juez decide someter a alguien a proceso y, más aún, cuando lo acusa, es porque ya tiene la
convicción de que el acusado es culpable. Es por ello que en el sistema procesal antiguo el plenario
carece de relevancia y solo sirve para ratificar lo obrado en el sumario, ya que es en esta etapa en la
que el juez ha adquirido el convencimiento de la responsabilidad penal del imputado.
q) Principio de humanidad. Se refiere a tener que tratar con respeto a los procesados o condenados,
ahorrándoles vejaciones inútiles, sufrimientos y humillaciones; concediéndoles indultos, libertad
vigilada, remisión condicional de la pena u otras medidas alternativas y beneficios carcelarios en
igualdad de condiciones que al resto de los chilenos; lo que no ocurre en el caso de los militares, a
quienes normalmente no solo no les son otorgados, sino que, por el contrario, se les mantiene
encarcelados incluso cuando tienen una avanzada edad y padecen de gravísimas enfermedades
terminales. De hecho, algunos ya han fallecido en la cárcel. Reconocer que los militares y
carabineros no son un peligro para la sociedad, por cuanto se trata de personas disciplinadas, de
orden, de trabajo y de familia, y cuya peligrosidad como reincidentes es inexistente. Más aun si
consideramos que los delitos investigados ocurrieron en un contexto social histórico que gravitó
muy significativamente en su realización, que actualmente no está presente y que difícilmente se
volverá a repetir (siempre que no se les continúe entregando las armas de la democracia a quienes
pretenden destruir la democracia).
r) Excepcionalidad de la prisión provisional. El acusado, hasta el momento de dictarse la sentencia, es
una persona inocente. La libertad es la regla general. La prisión provisional puede decretarse solo
muy excepcionalmente. Sin embargo, en los casos de derechos humanos los procesados son
sometidos a prisión preventiva —por largos períodos— por constituir un “peligro para la sociedad”;
absurdo que viene en confirmar la iniquidad de los jueces en contra de los militares que estamos
denunciando en este artículo. Tal prisión preventiva, de personas que durante décadas han
observado una conducta intachable, es absolutamente innecesaria y solo tiene como propósito
humillar a los militares y carabineros en retiro, a sus familiares y descendientes; así como el de
enviar un mensaje a los que están en actividad sobre lo que les podría ocurrir si osaren intervenir en
el rescate de la institucionalidad democrática y republicana de la nación, como lo hicieron sus
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
12
antecesores.
s) Extinción de la responsabilidad penal. Hay ciertas instituciones de extinción de la responsabilidad
penal que están siendo desconocidas, tales como la prescripción y la amnistía, así como la cosa
juzgada. Y lo están sobre la base de argucias, artimañas, ficciones o trapacerías; la más conocida de
las cuales es el mal llamado “secuestro permanente” y, últimamente, la de calificar los hechos
investigados como delitos de lesa humanidad.
t) Reformatio in pejus. Prohibición de “reforma para lo peor” o de empeorar la situación de la persona
que recurre, aumentando el monto de la condena cuando solo apela el condenado. En rigor, los
tribunales aún no han vulnerado este principio, pero nada extrañaría que lo hicieran en el futuro:
total, si ya han pasado a llevar tantas garantías, una más sería lo de menos. En todo caso, han andado
muy cerca de hacerlo, ya que la Corte Suprema —como ocurrió en el episodio Rudy Cárcamo Ruiz,
en las sentencias a las que ya nos hemos referido— empeoró la situación de los sentenciados, pero
no merced a un recurso de la parte querellante, sino que del ministerio del Interior.
u) Estado de Derecho. Que podríamos definir como gobierno de las leyes; como la estructuración de la
vida social en torno a un ordenamiento jurídico. Es aquel que rige por un sistema de leyes e
instituciones ordenado en torno a una Constitución. Cualquier medida o acción debe estar sujeta o
ser referida a una norma jurídica escrita. En un Estado de Derecho las leyes organizan y fijan límites
al gobierno. Se requiere, además, que cualquier poder sea limitado por la ley, que condiciona no
solo sus formas sino también sus contenidos. Este se crea cuando toda acción social y estatal
encuentra sustento en la norma. Así, el poder del Estado y de sus diversos órganos queda
subordinado al orden jurídico vigente, creando un ambiente de respeto absoluto de la persona
humana y del orden público. Nuestra Constitución Política, en sus artículos 6 y 7 (ubicados en el
Capítulo I, Bases de la Institucionalidad), consagra los principios de supremacía constitucional
sobre todas las otras normas jurídicas que integran nuestro ordenamiento positivo, de legalidad y de
juridicidad; expresiones básicas del Estado de Derecho. Además, consagra el principio de la
vinculación directa de los preceptos constitucionales a las autoridades públicas y a todos los
ciudadanos, siendo tales preceptos obligatorios tanto para los gobernantes como para los
gobernados. Hay numerosas disposiciones constitucionales que son violadas por los tribunales en
los juicios de derechos humanos, tales como las del debido proceso, la de igualdad ante la ley, la de
igualdad ante la justicia o en la aplicación de la ley, el principio de legalidad y el principio de
tipicidad. Estos últimos, principalmente en aquellas sentencias que se fundamentan en la costumbre
internacional o en tratados internacionales que no están vigentes en Chile. El Estado, en cuanto
Estado de Derecho, debe prescindir de toda otra fuente que no sea la ley.
v) Principio de racionalidad. La racionalidad, el buen criterio y el sentido común han estado, en
muchísimos casos, completamente ausentes en los juicios por derechos humanos, como por ejemplo
en los caratulados como de “secuestro permanente”. Es poco serio, por no decir estúpido, establecer
en las resoluciones judiciales —ya sea en los autos de procesamiento o acusatorios o en las
sentencias mismas— que una determinada persona permanece secuestrada en una repartición militar
desde el año 1973 hasta la fecha actual, en circunstancias que, además del largo tiempo transcurrido,
no hay prueba alguna que indique que ello sea efectivo. Tal absurdo llega al extremo de dictaminar
que el “secuestro” está siendo cometido por personas que están privadas de libertad.
w) Cumplimiento simultáneo de las condenas. Finalmente, nos referiremos a la errónea interpretación
que hacen los tribunales del artículo 74 del Código Penal, relacionado con el cumplimiento de las
penas privativas de libertad por más de un delito. Como es sabido, en materia de causas de derechos
humanos es frecuente ver la imputación de más de un delito a un mismo sujeto. Pues bien, dicho
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
13
artículo establece que las condenas coincidentes en el tiempo deben cumplirse simultáneamente,
salvo las excepciones expresamente determinadas en esa norma. Sin embargo, los tribunales
disponen su cumplimiento en orden sucesivo. ¿Se tratará de la aplicación de un nuevo principio que
está siendo creado por nuestros tribunales, en contraposición al “pro reo” y que podría denominarse
“contra militari”?
5. “SECUESTRO PERMANENTE”
Como es obvio, para que existiera “secuestro permanente” debería acreditarse el hecho punible;
es decir, primero, un secuestro y, segundo, que él permanece. Si no se prueban ambas cosas, no hay
delito ni puede haber juicio.
En rigor, una cosa es que el secuestro tenga la característica de delito de ejecución permanente
—al igual que otros tales como la violación de morada o el manejo en estado de ebriedad— y otra muy
distinta es la elemental exigencia de que la permanencia de la consumación de este delito debe ser
probada en el proceso, como todos los demás elementos del delito (conducta —acción u omisión—,
tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad).
En efecto, que el secuestro tenga el carácter de permanente significa que la conducta del autor
crea una situación antijurídica —en este caso, la privación de libertad— que se sigue consumando
mientras se mantiene ese estado por voluntad del autor. Pero esta característica del secuestro no libera al
tribunal de tener que acreditar que la prolongación de este delito y la participación en él de los imputados
ha continuado con posterioridad al 10 de marzo de 1978, fecha límite de vigencia de la amnistía, o de la
fecha en que se cumplió el plazo de prescripción de la acción penal.
Sin embargo, la alucinante tesis del “secuestro permanente” postula que se ha cometido y se está
cometiendo secuestro cuando consta en un proceso la mera detención o la privación de libertad inicial de
un sujeto y no consta posteriormente en el mismo proceso o su muerte o su puesta en libertad; y que al
desconocerse su actual paradero, se presupone su existencia vital en régimen de secuestro.
Esta tesis tiene dos efectos prácticos: el primero es que sustrae a los hechos constitutivos de
delito de la esfera de aplicación de la Ley de Amnistía (Decreto Ley 2191 de 1978) —porque
cronológicamente han salido del tiempo en que esa ley tiene vigencia—; y, el segundo, es que se impide
la aplicación de la prescripción —porque ésta solo comienza a correr a contar del momento en que se
termina de ejecutar el delito—.
Con esta tesis del “secuestro permanente” se invierte el peso de la prueba, desplazándola desde el
acusador —que es quien debe probar los elementos del delito— hacia el acusado; y se da el absurdo de
que los procesados o condenados, aun estando privados de libertad estarían cometiendo el delito de
secuestro. Y como normalmente nunca se podrá probar la inocencia o el fin del secuestro —menos aún si
el juez no acepta como válidos o no considera ciertos elementos probatorios—, éste se transforma en un
delito inextinguible: una vez cumplida su condena y como el delito aún se está cometiendo, el
“secuestrador” sería nuevamente procesado y condenado, y así, sucesiva e interminablemente.
Hay jueces o ministros de Corte de Apelaciones en visita extraordinaria que no solo violan
abiertamente la presunción de inocencia —que es un derecho esencial de los imputados—, sino que en
muchísimos casos no consideran pruebas que acreditan fehacientemente determinados hechos que
favorecen al acusado, tales como pasaportes u otros instrumentos en los que consta que éste no estuvo en
el lugar de los hechos en el momento o en la época en que ellos ocurrieron.
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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Tenemos, por ejemplo, el denominado “caso Woodward”, en el que no le fue asignado valor
alguno al certificado de sepultación del cementerio y al certificado de defunción emitido por el Servicio
de Registro Civil e Identificación para acreditar el fallecimiento de dicho sujeto; y tampoco a la
constancia que de su muerte hay en el informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación
(informe Rettig). Así, se llega a un auto de procesamiento absurdo, en el que se dice que Michael
Woodward “fue privado de su libertad de desplazamiento sin derecho, manteniéndosele bajo detención o
encierro en recintos de la Armada, lo que se ha prolongado desde el mes de septiembre de 1973 hasta el
día de hoy”. Este aserto, que repugna a la razón, fue reproducido en similares términos en el auto
acusatorio de fecha 12 de mayo de 2011.
Esta fantasía, esta farsa grotesca, esta felonía de establecer —sin prueba alguna que así lo
acredite y, por el contrario, habiendo pruebas en sentido opuesto— que el señor Woodward está
actualmente detenido o encerrado en recintos de la Armada es demencial y carente del más elemental
sentido común. Pero, como no es posible atribuirle tales características a un juez, no queda otra
posibilidad que la de presumir sevicia, odio y resentimiento exaltados hasta el paroxismo.
Los casos como el precedentemente descrito son innumerables. Lamentablemente, esta actitud
aberrante de algunos jueces de primera instancia es —en la mayoría de los casos—cohonestada tanto por
las Cortes de Apelaciones como por la Corte Suprema.
Los órganos jurisdiccionales deben legitimarse ante la ciudadanía mediante sus fallos y
resoluciones, en los que a través de sus motivaciones dejan de manifiesto que sus decisiones no son
caprichosas ni arbitrarias, sino que producto de un razonamiento lógico, coherente, transparente y
ajustado a derecho.
Resoluciones como las antedichas, absolutamente sesgadas y tendenciosas en contra de los
integrantes de las FF.AA. y Carabineros, desprestigian a la judicatura y al sistema legal.
Para fundamentar la sentencia no basta con que el sentenciador aduzca o exprese cualquier razón,
que motive el acto de cualquier manera. Las razones que el sentenciador ha de aducir, para excluir la
tacha de arbitrariedad, tienen que tener alguna consistencia, un fundamento objetivo capaz de justificar la
decisión y de asegurar para ella el calificativo de racional.
La figura utilizada no tiene asidero en el derecho chileno, según el cual el fundamento de todo
proceso penal es la existencia del hecho punible, pues es público y notorio que ante ninguno de dichos
jueces se ha rendido prueba alguna que sugiera la existencia de algún individuo permanentemente
secuestrado. Más aún, las pruebas en contrario son múltiples, y tanto los jueces como la ciudadanía
entera saben que eso es una mentira y que tales hechos punibles son inexistentes. Fingirlos es solo un
ardid destinado a eludir la aplicación de leyes vigentes, como la amnistía y la prescripción.
Hay innumerables casos en los que se usa el subterfugio de hablar de “secuestro permanente”
para no declarar extinguida la responsabilidad, pese a no haber en la causa antecedente de que hubiera
habido un secuestro y que éste hubiera permanecido en el tiempo. Su existencia tendría que probarse,
pues el Código de Procedimiento Penal determina que “la existencia del hecho punible es el fundamento
de todo juicio criminal”. Pero en tales casos no hay prueba del supuesto “secuestro permanente”. Se ha
llegado a presumir de derecho el delito, pues no se admiten pruebas en contrario. Y tal presunción de
derecho está prohibida por la Constitución.
Por otra parte la ley le exige al juez que, antes de condenar, haya adquirido por los medios de
prueba legal la convicción de que realmente se ha cometido un hecho punible y que en él ha
correspondido al procesado una participación culpable (artículo 456 bis del Código de Procedimiento
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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Penal). El juez debe llegar a la plena convicción del secuestro, y dicha convicción no debe simplemente
afirmar que “tuvo lugar un secuestro”, sino que hay que llegar a la completa convicción de que dicho
secuestro se sigue perpetrando. Si los jueces son capaces de llegar a la “convicción” de un absurdo, de
una fantasía que solo puede existir en una mente afiebrada, los ciudadanos ya no sabremos qué esperar
cuando nos sometamos a su jurisdicción.
Los jueces que procesan o condenan por secuestro utilizan el siguiente razonamiento falso: no
han sido encontrados los restos de fulano y, por lo tanto, está vivo; y como no ha sido visto circulando
por las calles ni se ha presentado a las autoridades quiere decir que está secuestrado. El mismo
argumento falaz podría utilizarse en sentido contrario: si fulano no ha sido encontrado vivo, quiere decir
que está muerto y, por lo tanto, no está secuestrado.
Es innegable la importancia del sentido común en la convicción que puede formarse el juez. La
convicción que la ley reclama no puede desafiar a la razón ni a la lógica, y las conclusiones a que es
posible arribar, a partir de ciertos antecedentes comprobados, no pueden no considerar, por ejemplo, la
duración de un secuestro y la factibilidad —en relación con el tiempo transcurrido— de la sobrevivencia
del secuestrado luego del sometimiento a prisión del secuestrador por largo tiempo. Esa supervivencia
debería prolongarse y, por ello, investigarse la responsabilidad penal de los “otros” coautores, cómplices
o encubridores —distintos del preso— que mantienen con vida al secuestrado, puesto que no se realiza el
tipo penal del secuestro sin secuestrado vivo; y el inculpado preso no ha podido tener cuidado de la
víctima. De no probarse directamente la supervivencia del secuestrado, estamos presumiéndola: ¿con qué
antecedentes y fundamentos?
No es razonable dar por prolongada la situación antijurídica de secuestro por el hecho de no
localizar el cadáver o de no ubicar a la persona, después de haber transcurrido cuatro décadas desde la
ocurrencia de los hechos denunciados. Falta la verosimilitud de la persistencia de la situación ilícita dado
el tiempo transcurrido, bien porque el detenido ha recuperado su libertad o bien porque ha fallecido. Por
ello ha de considerarse que los hechos que la originaron han dejado de tener relevancia penal al tiempo
de la denuncia. Y la admisión de tal denuncia puede calificarse, por tanto, como arbitraria.
Sostener que frente a homicidios o fallecimientos comprobados o evidentes cometidos hace casi
cuarenta años se trataría de un secuestro, porque no se encuentran los restos es una falacia, que al
asentarse judicialmente solo acarrea falta de confianza en la judicatura e inseguridad a los ciudadanos
sometidos a ella.
La inexistencia de un cadáver no es un impedimento para comprobar un homicidio, por cuanto el
juez puede y debe reconstruir la verdad procesal utilizando los procedimientos de prueba que la
legislación procesal penal vigente contempla, en sintonía con las exigencias que los respectivos tipos
penales invocados imponen, mediante una lógica y armónica relación de los diversos indicios y pruebas.
Cabe al respecto preguntarse cuál puede ser la convicción del tribunal cuando, a título de
ejemplo, se asesina a una persona sin dejar resto alguno de su cuerpo, como cuando alguien es arrojado a
una fosa inalcanzable. Supongamos que tal acción es realizada ante la presencia de numerosos testigos;
más aún, por ejercicio académico, supongamos que ello ocurre ante los ojos del juez: ¿puede éste no
tener la convicción del homicidio porque no dispone de un cuerpo humano muerto?, ¿cuál es el delito, en
tal caso, del cual podría tener convicción?, ¿podrían ser lesiones?
La tesis de que sin cadáver no hay homicidio es inaceptable. Peor aún aquella de que no se puede
sancionar un homicidio porque no ha sido hallado el “cuerpo del delito”, en circunstancias de que el
cuerpo del delito no es el cadáver, sino los hechos típicos; el hecho criminal considerado en relación con
sus efectos. Un mismo hecho criminal puede constituir diferentes cuerpos de delito. Así, por ejemplo, en
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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una puñalada que ha causado la muerte del ofendido, el cuerpo del delito es un homicidio; y en la que no
ha causado tal efecto, solo hay lesiones corporales. Se asimila la noción de cuerpo del delito con aquella
que le otorga el artículo 108 del Código de Procedimiento Penal: “La existencia del hecho punible es el
fundamento de todo juicio criminal, y su comprobación por los medios que admite la ley es el primer
objeto a que deben tender las investigaciones del sumario”.
Por lo demás, el contexto en que se produjo la desaparición de un sujeto y la circunstancia de que
treinta y ocho o más años después continúe ignorándose de él, son de por sí suficientes para concluir
razonablemente que fue privado de su vida o que está en libertad.
En los procesos seguidos contra militares y carabineros por el delito de “secuestro” no sólo se
está faltando a la verdad —con sentencias inicuas, que presumen como verdadero lo que es falso—, sino
que se está quebrando la juridicidad y el Estado de Derecho. Continuar por la senda del debilitamiento
del Estado de Derecho es muy peligroso y nada bueno augura para nuestra nación, puesto que conduce,
inevitablemente, a la violencia y a la anarquía.
6. ¿SECUESTRO O DETENCIÓN ILEGAL?
Otro aspecto jurídico que dice relación con el secuestro, es el hecho de que existe en nuestra
legislación penal una figura privilegiada que afecta a los funcionarios públicos, en cuya virtud aquellos
que priven de libertad a terceras personas no caen dentro de la tipificación de secuestro, sino que dentro
de la tipificación de detención ilegal.
En efecto, el secuestro está tipificado en el artículo 141 del Código Penal, dentro del párrafo
“crímenes y simples delitos contra la libertad y seguridad, cometidos por particulares”; mientras que la
detención ilegal lo está en el artículo 148 “de los agravios inferidos por funcionarios públicos a los
derechos garantidos por la Constitución”.
Por lo anterior, y de acuerdo con el principio de legalidad, ningún miembro de las instituciones
armadas o de orden —dada su calidad de funcionario público— debería ser procesado por el delito de
secuestro; delito que, por lo demás, tiene asignadas penas mucho más severas que el de detención ilegal.
Para procesarlos por secuestro, los jueces argumentan que la detención ilegal solo cobra sentido
en cuanto el funcionario público guarda una directa relación con el aparato institucional de privación de
libertad; si no lo está, tiene que aplicarse la figura de secuestro (como lo sería, por ejemplo, si el Director
de Tránsito de una municipalidad detuviere a un tercero). Esta interpretación podría ser dogmáticamente
correcta, solo que tiene un serio obstáculo: el principio de legalidad. Y como la ley no distingue y solo
dice “funcionario público”, no le es lícito al intérprete distinguir.
Lo curioso en relación con este tema es la agilidad digna de un acróbata que demuestran algunos
jueces, al calificar inicialmente a los imputados como particulares, para efectos de su enjuiciamiento y
penalización —más elevada— y, posteriormente, como agentes del Estado para efectos de cobrar una
indemnización pecuniaria.
7. NO APLICACIÓN DE LA LEY DE AMNISTÍA
La amnistía (del griego amnestia, olvido) es una causa de extinción de la responsabilidad penal.
En doctrina, se distinguen dos clases, según sea la oportunidad procesal de su aplicación: la amnistía
propia y la impropia. La propia tiene lugar antes de que se pronuncie sentencia firme, y es causa de
extinción de la acción penal; la impropia debe ser otorgada una vez dictada sentencia condenatoria y
extingue la pena.
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En relación con esta institución de la amnistía —aplicada profusamente a lo largo de la historia
del mundo civilizado—, es pertinente señalar que terminada una circunstancia extraordinaria que ha
alterado el orden social y para superar las rupturas del orden institucional, es conveniente para la paz
interna de la nación afectada que se promueva la reconciliación, por lo que es de bien común olvidar lo
ocurrido, incluso los delitos cometidos y las respectivas penas. La prudencia recomienda dictar las más
amplias amnistías una vez superado el período de anormalidad. Es comprensible el dolor de quienes han
perdido a seres queridos, pero ello no puede ser obstáculo para alcanzar un bien de mayor jerarquía como
lo es la paz social.
Por tales razones en el año 1978 fue promulgado el D.L. 2191, que concedió amnistía a todas las
personas que, en calidad de autores, cómplices o encubridores hayan incurrido en hechos delictuosos,
durante la vigencia de la situación de Estado de Sitio, comprendida entre el 11 de septiembre de 1973 y
el 10 de marzo de 1978.
Al respecto, cabría señalar que el cardenal Raúl Silva Henríquez apoyó la dictación de dicho
decreto, pues lo veía como un gesto de reconciliación que iba a beneficiar a uno y otro lado y como una
forma de contribuir al término del clima de enfrentamiento. Por otra parte, cabría agregar que el Cardenal
estaba convencido de que la mejor forma de asegurar la futura democracia era abandonar toda clase de
venganza contra los militares y que era torpe, aunque humano, exigir justicia y venganza tras el término
del régimen militar.
El D.L. 2191 de 1978 sobre amnistía es válido y está plenamente vigente, como lo afirma la
generalidad de los juristas, aunque haya decaído su aplicación y exista un cuestionamiento a su respecto.
El comportamiento de los tribunales durante los treinta años de vigencia del D.L. 2191 ha tenido
una notoria variación: desde la aplicación inmediata de la amnistía bastando la comprobación de que los
hechos habrían ocurrido en el período cubierto por ella (amnistía propia); pasando por su aplicación solo
una vez identificados los responsables y agotada la investigación (amnistía impropia; que corresponde a
la llamada “doctrina Aylwin”, según la cual —como lo expuso en el oficio que le enviara a la Corte
Suprema en el año 1991— la vigencia de la ley de amnistía no podía ser obstáculo para que se llevara
adelante la investigación judicial); hasta su no aplicación, casos en los que han sido dictadas sentencias
condenatorias y con cumplimiento efectivo de las penas asignadas. Esta evolución no es jurídicamente
aséptica: está influida por la posición política que abrazan los jueces.
Lo anterior, aparte de restarle certeza a la aplicación del derecho y a la seguridad jurídica, atenta
abiertamente contra la garantía constitucional de igualdad ante la ley.
Las doctrinas en virtud de las cuales se niega la aplicación de la amnistía van desde el absurdo de
que las “víctimas” aún están secuestradas —razón por la que el delito no cae dentro del período cubierto
por la amnistía— hasta la aplicación de normas de la costumbre internacional o de tratados de derechos
humanos que establecen que los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles e inamnistiables, aun
cuando los delitos investigados no cumplan con los requisitos para ser considerados como tales y que
dichas normas no estén vigentes en Chile o que no lo estaban a la fecha de comisión de los supuestos
delitos.
No obstante lo antedicho los tribunales de justicia, como hemos visto, con diversos pretextos y
recurriendo a interpretaciones que chocan con el principio de legalidad y con el sentido común, buscan la
manera de inaplicar dicha ley.
Los tribunales también pasan por sobre el artículo 107 del Código de Procedimiento Penal, que
ordena a los jueces: “Antes de proseguir la acción penal, cualquiera que sea la forma en que se hubiere
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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iniciado el juicio, el juez examinará si los antecedentes o datos suministrados permiten establecer que se
encuentra extinguida la responsabilidad penal del inculpado. En este caso pronunciará previamente
sobre este punto un auto motivado, para negarse a dar curso al juicio”.
La norma es clarísima y está redactada en términos imperativos: no faculta al juez para hacer
algo, sino que le ordena actuar de una determinada manera.
Y resulta que, prácticamente en la totalidad de los casos, los hechos están cubiertos no solo por la
amnistía de 1978, sino que también por la prescripción. Ambas, de acuerdo con el artículo 93 del Código
Penal, extinguen la responsabilidad penal y dan lugar al sobreseimiento definitivo. Los jueces, incluso,
tienen la obligación de declarar la prescripción de oficio, aun cuando el procesado no la alegue, según lo
dispone el artículo 102 de ese mismo código.
Por otra parte, el artículo 109 del Código de Procedimiento Penal dispone: “El juez debe
investigar, con igual celo, no solo los hechos y circunstancias que establecen y agravan la
responsabilidad de los inculpados, sino también los que les eximan de ella o la extingan o atenúen”.
Finalmente, nos referiremos a la doctrina de la jurista doña Clara Szczaranski, quien señala que
la amnistía vigente en Chile es la impropia. Funda tal aserto al constatar que la amnistía contenida en el
D.L. 2191 de 1978 no se refiere a hechos, sino a personas, de lo cual se desprende que esta disposición
exige la determinación de sujetos culpables respecto de un ilícito penal específico, en calidad de autores,
cómplices o encubridores. El grado de participación culpable de un acusado en un delito solo puede
determinarse una vez agotado un proceso penal, en virtud de una sentencia ejecutoriada. Apoya su
planteamiento en un informe en derecho elaborado en el año 1986 por la ministro de Justicia que
suscribió dicho decreto, doña Mónica Madariaga Gutiérrez, y en declaraciones públicas difundidas por la
prensa nacional el 20 de diciembre de 1978 por el entonces ministro del Interior don Sergio Fernández
Fernández, quien afirmó que la amnistía “buscó justamente borrar los efectos penales tanto de los delitos
cometidos por quienes habían preparado fría y sistemáticamente la guerra civil, como de los eventuales
excesos en que hubieren incurrido quienes tuvieron la misión de conjurarla”, agregando que
“cualquiera sea la verdad concreta en cada situación, ella puede ser investigada por los tribunales de
justicia”.
Doña Clara sostiene que la amnistía impropia vigente en Chile no es una autoamnistía —pues no
es de aquellas que el hechor aplica a si mismo excluyendo la función jurisdiccional posterior y, además,
es aplicable y ha sido aplicada a todo sujeto activo en el mismo período, en beneficio de personas de
distinta y antagónica ideología política—; no provoca una denegación de justicia ni concede impunidad
—ya que el Estado cumple con su deber de otorgar justicia, de conformidad con la normativa interna y la
internacional, al investigar los hechos, determinar los responsables y sancionar jurídicamente a los
culpables; lo que es algo completamente distinto del cumplimiento efectivo o ejecución de la pena—; no
se opone o contraviene convenio o tratado internacional alguno sobre derechos humanos y que ella debe
ser aplicada correctamente, no solo por ser ley vigente, sino que en virtud de los principios de legalidad y
pro reo, garantías vigentes en Chile y, además, reforzadas por los tratados sobre derechos humanos
ratificados por Chile vía artículo 5º de la Constitución Política de la República.
Lamentablemente, la tendencia jurisprudencial ha sido la de aplicar la amnistía a los violentistas
y terroristas que operaron durante el período cubierto por ella, e incluso durante los gobiernos de la
Concertación, pero no a quienes tuvieron que reprimir la acción de aquellos y que también están
amparados por dicha ley.
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
19
8. APLICACIÓN DE LA PRESCRIPCIÓN
La prescripción de la acción penal es una causa de extinción de la pretensión punitiva del Estado
que opera por el mero transcurso del tiempo tras la comisión del delito; es un límite temporal al ejercicio
del poder penal del estado. Entre los fundamentos que se mencionan en la doctrina para la existencia de
esta prescripción están la ausencia de necesidad de ejecución de la pena —porque los efectos que se
persiguen con la declaración de responsabilidad y consecuente imposición de la pena se ven
notablemente afectados por el paso del tiempo—; el desaparecimiento de pruebas o de eventuales
testimonios del delito; el derecho fundamental a un proceso penal sin dilaciones indebidas; que dado el
transcurso del tiempo se pierde el interés estatal en la represión del delito y que el delincuente ya se ha
redimido; y en consideraciones de seguridad jurídica, es decir en la necesidad de considerar consolidados
los derechos y saneadas las situaciones anormales cuando ha transcurrido un tiempo suficientemente
largo, orientación que se funda en la necesidad de que, pasado cierto tiempo, se elimine toda
incertidumbre jurídica y se abandone el castigo de quien lleva mucho tiempo viviendo honradamente. Al
respecto, no debe olvidarse que la ley penal otorga a la acción penal una función preventiva y
resocializadora; y en los casos de derechos humanos a los que nos estamos refiriendo es altísimamente
improbable que los imputados por un delito vuelvan a cometerlo en el futuro.
La prescripción de la pena, por su parte, extingue la responsabilidad criminal debido al
transcurso de un determinado plazo de tiempo desde la imposición firme de la pena, o desde la
interrupción de su cumplimiento, sin que la pena se ejecute o se acabe de ejecutar.
La denominada prescripción gradual del delito o “media prescripción” es la atenuante calificada
por el plazo transcurrido, establecida en el artículo 103 del Código Penal, que señala: “Si el inculpado se
presentare o fuere habido antes de completar el tiempo de la prescripción de la acción penal o de la
pena, pero habiendo ya transcurrido la mitad del que se exige, en sus respectivos casos, para tales
prescripciones, deberá el tribunal considerar el hecho como revestido de dos o más circunstancias
atenuantes muy calificadas y de ninguna agravante (…)”. Esta atenuante encuentra su fundamento en lo
insensato que resulta una pena muy alta para hechos ocurridos largo tiempo atrás, pero que deben ser
sancionados, incidiendo en consecuencia en un castigo menor.
Al examinar las sentencias dictadas en la última década en que se ha absuelto a los responsables
de violaciones a los derechos humanos, podemos apreciar que ellas se han basado en la prescripción y no
en la amnistía. Se fundamentan en que, dado el tiempo transcurrido, no es posible sostener que la
privación ilegal de libertad subsista; en la consideración de que no existen en la causa datos precisos y
determinantes que así permitan sostenerlo, o indicios sobre la continuación de la ejecución del delito que
permitan sostener que la detención trascendió el período cubierto por la amnistía o que ha perseverado en
el tiempo; y que es impensable que el procesado haya podido persistir, más allá de dicho período, en la
comisión del delito. Estas sentencias han razonado sobre la base de que no ha sido probada la
continuación del encierro o detención, y que no es razonable por la sola circunstancia de ignorarse el
paradero del sujeto asumir que sigue detenido, siendo por tanto aplicable la prescripción de la acción
penal, aun cuando se desconozca si la privación de libertad ha concluido.
Otra argumentación empleada para aplicar la prescripción en casos de detenidos desaparecidos
ha sido la de presumir la muerte, muchas veces basada en declaraciones de los propios testigos, o
simplemente de calificar los delitos como homicidio, aun no habiéndose encontrado el cuerpo,
estableciendo el fallecimiento de la víctima por otros medios de prueba.
Sin embargo, este criterio razonable y lógico y el subsiguiente sobreseimiento definitivo de los
imputados ha sido excepcional. Por regla general la prescripción no ha sido aplicada, inicialmente por la
fantástica teoría del “secuestro permanente” y, en las sentencias más recientes, fundadas sobre la base de
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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la supremacía de las normas de derecho internacional por sobre las del derecho interno, interpretando
extensivamente la vigencia de las primeras y aduciendo que los delitos son de lesa humanidad y, por lo
tanto, imprescriptibles. En estas sentencias se ha estimado que, independientemente del consentimiento
expreso del Estado de Chile, es obligatoria la aplicación de la costumbre internacional, así como de las
normas derivadas de instrumentos no convencionales o de tratados multilaterales suscritos pero no
ratificados por Chile al momento de la ocurrencia de los hechos o que, incluso a la fecha, no ha suscrito o
ratificado.
Evidentemente, la aplicación de la costumbre internacional —ni siquiera en su modalidad más
intensa de ius cogens— y de normas no vigentes en Chile, resulta absolutamente inadmisible, por cuanto
vulnera el principio de legalidad; un principio esencial del derecho penal y que tiene rango
constitucional.
Actualmente, tampoco se está aplicando la “media prescripción”, para efectos de morigerar la
pena. La Corte Suprema, en la sentencia recaída en el episodio Rudy Cárcamo Ruiz a la que nos
referimos en el primer apartado, cambió la jurisprudencia que había adoptado hace cinco años y eliminó
dicho beneficio. Con ello, la pena que le había sido asignada a los condenados en la sentencia de segunda
instancia —con la cual se habían declarado conforme los querellantes y que, no obstante tal conformidad
fue recurrida de casación por el ministerio del Interior— fue aumentada de 541 días con el beneficio de
la remisión condicional de la pena a cinco años y un día sin beneficios, razón por la que actualmente los
presuntos responsables del supuesto delito están cumpliendo la pena señalada en la cárcel.
9. PROCEDIMIENTO PENAL APLICADO A MILITARES CONFIGURA UNA DISCRIMINACIÓN
ARBITRARIA
Como efecto de la no aplicación de la prescripción, aparte de dar curso a un proceso en el que la
responsabilidad penal del inculpado se encuentra extinguida, se produce otro atentado contra el principio
de igualdad ante la ley: en virtud de una disposición constitucional transitoria (actual octava, ex trigésima
sexta), a los militares se les aplica el sistema procesal penal antiguo —un sistema inquisitorial, no el
acusatorio o garantista que rige para el común de los ciudadanos— que posee una estructura inquisitiva,
absolutista y secreta, que no satisface las exigencias del debido proceso, que no respeta derechos o
garantías fundamentales de los imputados, que no aplica la presunción de inocencia, que penaliza
informalmente dada la alta incidencia de la prisión preventiva, que despersonaliza al inculpado y que no
es coherente con la noción de ciudadanía propia de un Estado democrático. El antiguo procedimiento
penal es incompatible con un auténtico Estado de Derecho y, además, injusto, lento y carente de las
necesarias condiciones de imparcialidad, al asumir un mismo juez las funciones persecutorias y
juzgadoras (cuando el juez dicta el auto acusatorio ya está convencido de la culpabilidad del imputado y
en su sentencia, normalmente, no hace nada más que confirmar tal convicción).
La referida disposición constitucional transitoria fue introducida a la Carta Fundamental
mediante una reforma constitucional del año 1997, que agregaba el capítulo correspondiente al
Ministerio Público, y en ella se establecía que las normas de dicho capítulo regirán al momento de entrar
en vigencia la ley orgánica constitucional del Ministerio Público, y que ella podría establecer fechas
diferentes para la entrada en vigor de sus disposiciones, como también determinar su aplicación gradual
en las diversas materias y regiones del país.
Ello significó que durante el período que demoró la implementación gradual de la reforma en las
distintas regiones del país se produjo una manifiesta falta de igualdad ante la ley, ya que en una región se
aplicaba el sistema procesal penal antiguo y en otra el nuevo, cuyos efectos sobre los procesados eran
enormemente diferentes.
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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Si bien tal discriminación tenía una justificación que podría considerase razonable durante el
período de transición del sistema antiguo al nuevo (en forma gradual en las diversas regiones del país,
proceso que culminó el 16 de junio de 2005) y, por tanto, no ser calificada como una discriminación
arbitraria, en la actualidad sí lo es, por cuanto tal discriminación no tiene justificación alguna, sino que
solo obedece a un mero capricho del legislador.
En efecto, actualmente tal discriminación carece de una motivación o fundamento racional, no
propende al bien común, no obedece a principios de justicia o de equidad ni a fundamentos éticos o
jurídicos y es, por tanto, una discriminación injusta, odiosa y caprichosa entre ciudadanos o personas de
una misma categoría.
Esta discriminación arbitraria, que la propia Constitución prohíbe, perjudica a las personas a las
que les es aplicado el antiguo sistema procesal penal.
Pero, ¿por qué se mantiene hasta el día de hoy la referida discriminación, en circunstancias de
que la reforma procesal penal ya está vigente en todas las regiones del país y de que las leyes procesales
rigen in actum?: porque la referida disposición constitucional transitoria establecía que el procedimiento
procesal penal nuevo se aplicaría exclusivamente a los hechos acaecidos con posterioridad a la entrada en
vigencia de sus disposiciones.
De esta forma, se impidió aplicar la reforma procesal penal a los procesos incoados en contra de
los militares por violaciones a los derechos humanos, aún a los no iniciados, por cuanto los hechos que se
les imputa a los querellados habrían ocurrido con anterioridad a la entrada en vigor de la reforma. Esa
disposición tan absurda y que daba origen a la discriminación arbitraria que estamos denunciando: ¿fue
hecha con la precisa intención de perjudicar a los militares? No lo sabemos, pero no resultaría extraño
que así hubiese sido.
Ahora bien, discurriendo acerca de este tema en relación con las querellas y procesamientos por
el delito de secuestro, hemos llegado a la siguiente conclusión: si estamos hablando de un delito de
secuestro, quiere decir que tal delito se está consumando; que es un hecho presente. Y ese es,
precisamente, el argumento utilizado por los jueces para no aplicar la prescripción. Pues bien, si se trata
de un hecho presente, quiere decir que es un hecho acaecido con posterioridad a la entrada en vigencia de
la reforma procesal penal y, por lo tanto, habría que aplicarle, para su enjuiciamiento, el nuevo sistema
procesal penal.
¿Es muy aventurado lo que estamos diciendo? Nos parece que no, pero como algunos jueces han
demostrado ser muy ingeniosos, seguramente van a encontrar alguna argucia para hacer tabla rasa de la
garantía constitucional de igualdad ante la ley y van a decir algo así como: “no señor, la fecha que vale
para estos efectos es la correspondiente a la del principio de ejecución del delito”.
Finalmente, cabría comentar que el sistema procesal antiguo, inquisitivo y secreto, es muy
funcional para los propósitos de ocultar ante la ciudadanía la iniquidad que se está cometiendo contra los
miembros de las FF.AA. y de Orden en situación de retiro.
10. ASOCIACIONES ILÍCITAS
El delito de asociación ilícita está establecido en el artículo 292 del código Penal, el que señala:
“Toda asociación formada con el objeto de atentar contra el orden social, contra las buenas costumbres,
contra las personas o las propiedades, importa un delito que existe por el solo hecho de organizarse”.
Las afirmaciones que hacen algunos jueces en sus sentencias, en el sentido de que ciertos
órganos de las instituciones de la defensa eran asociaciones ilícitas (tales como la DINA, la CNI, el
Comando Conjunto, los departamentos de inteligencia de los estados mayores —denominados A-2 en la
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Armada y de un modo similar en las otras instituciones congéneres—, las Comandancias de Área
Jurisdiccional de Seguridad Interior o CAJSI y otros propios de la organización de la seguridad interior
durante estados de excepción constitucional, que tradicionalmente han formado parte de la estructura
orgánica de dichas instituciones, desde muchísimo tiempo antes del año 1973) no tienen asidero alguno,
son absurdas, erróneas, carentes de toda seriedad y tendenciosas, con una innegable motivación e
intencionalidad política, que persigue aumentar la penalidad asignada a los delitos atribuidos a los
procesados.
En cambio, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) —organización marxista-leninista
que promovía la insurrección popular armada y que ejecutaba operaciones de carácter guerrillero— fue
declarado “empresa” por la Contraloría General de la República (mediante el dictamen 45431 del 10
octubre de 2007, a fin de pagarle pensión como exonerados políticos a sus “funcionarios” y a su “gerente
general”, Andrés Pascal Allende).
11. CONVENCIONES INTERNACIONALES
La mayoría de las convenciones internacionales que se citan para condenar a los imputados no
estaban vigentes en la época en que ocurrieron los hechos o bien no son aplicables, como es el caso de la
Convención de Ginebra. Este convenio no es aplicable por cuanto no se dieron en Chile los supuestos de
hecho de una guerra interna o conflicto armado no internacional y respecto de las cuales obligan sus
disposiciones. Por otra parte, esta convención no prohíbe la aplicación de amnistías, sino, por el
contrario, las recomienda. En el protocolo adicional II se establece que: “a la cesación de las
hostilidades, las autoridades en el poder procurarán conceder la amnistía más amplia posible a las
personas que hayan tomado parte en el conflicto armado o que se encuentren privadas de libertad,
internadas o determinadas por motivos relacionados con el conflicto armado”.
Respecto a las convenciones internacionales que se citan para declarar que los supuestos delitos
cometidos por militares son imprescriptibles por cuanto son de lesa humanidad, debe destacarse que ellas
no son aplicables, ya sea porque no estaban vigentes en Chile al momento de cometerse los hechos o
porque no establecen tipos penales, sino que solamente deberes de sancionar una serie de conductas en
los respectivos ordenamientos internos. Y, al no estar tipificados los delitos en la legislación
interna —aun cuando Chile haya ratificado las respectivas convenciones o tratados; y varios de ellos aún
no lo han sido—, mal podrían ser sancionados, en virtud del principio de legalidad. Extender
retroactivamente la prohibición de favorecer con la amnistía o la prescripción a hechos o situaciones muy
anteriores a su vigencia, es fallar contra ley expresa, violación especialmente inicua en materia penal.
La ley 20.357 que tipifica los delitos de lesa humanidad solo rige en nuestro país desde la fecha
de su promulgación, el 18 de julio de 2009, y en su artículo 44 ella establece que sus disposiciones solo
serán aplicables a hechos cuyo principio de ejecución sea posterior a su entrada en vigencia; lo que está
en concordancia con el artículo 19 Nº 3 de la Constitución Política, según el cual “ningún delito se
castigará con otra pena que la que señale una ley promulgada con anterioridad a su perpetración, a
menos que una nueva ley favorezca al afectado”.
Y, en el hipotético caso de que hubiese estado vigente el tipo de lesa humanidad, tampoco sería
aplicable porque no se cumplen los presupuestos que fija el Estatuto de Roma. Lo anterior, porque para
que un crimen sea de lesa humanidad tiene que ser generalizado o sistemático contra una población civil;
los actos aislados o cometidos al azar no pueden ser considerados incluidos en esta tipificación.
Pero, con el propósito de pasar a llevar esa norma, hay sentencias que emiten juicios
aventurados, de naturaleza política y que no se avienen con la realidad de los hechos, tales como el
siguiente: “el ilícito fue perpetrado en un contexto de violaciones a los derechos humanos graves,
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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masivas y sistemáticas, verificadas por agentes del Estado, constituyendo la víctima un instrumento
dentro de una política a escala general de exclusión, hostigamiento, persecución o exterminio de un
grupo de numerosos compatriotas”.
Hacer aplicables en contra de los inculpados las normas sobre imprescriptibilidad de un tratado
no ratificado por Chile o contrario a las exigencias de otros tratados ratificados y vigentes en Chile, fuera
de implicar un acto absolutamente nulo o ineficaz, constituye un atropello a la juridicidad más elemental.
Nada hay más indigno y censurable como que los miembros del Poder Judicial atropellen la ley en el
ejercicio de la sublime atribución de condenar, sobreseer o absolver a un imputado. Aplicar principios
generales del derecho, con preferencia a lo expresamente dispuesto en la ley, la Constitución o los
tratados, es violentar el ordenamiento nacional e internacional vigente.
12. PROCEDIMIENTOS VICIADOS Y SENTENCIAS ESPERPÉNTICAS
El hecho cierto es que en Chile los jueces a cargo de las causas de derechos humanos —salvo
contadas excepciones—, mediante procedimientos viciados y sentencias esperpénticas, envían a prisión a
personas inocentes o a quienes no se les ha probado razonablemente su culpabilidad. Lo mismo ocurre
con el sometimiento a proceso, sin ninguna base jurídica, de centenares de uniformados en retiro. Lo
antedicho corresponde a un actuar netamente político, puesto que no lo respalda ninguna disposición
legal válida. A los militares no se les está juzgando con objetividad, sino que cediendo a presiones
sociales y mediáticas de sectores interesados.
La mayoría de estos procesos no son ni racionales ni justos y culminan en sentencias absurdas e
inicuas, que condenan haciendo acepción de personas y, muchas veces, solo sobre la base de
presunciones fundadas en declaraciones de testigos absolutamente inhábiles. Los tribunales de justicia no
respetan instituciones jurídicas fundamentales y no aplican rectamente la ley, mediante interpretaciones
engañosas, torcidas y artificiosas.
Y, además, desafían al sentido común más elemental. Por ejemplo: ¿es aberrante o
manifiestamente criminal en sí mismo actuar trasladando detenidos? Pues bien, hay resoluciones
judiciales que califican como delito de secuestro el hecho de detener a una persona y de custodiarla
mientras es llevada a un lugar de detención; función que es normal y propia de las policías. Más aún, se
ha llegado al extremo de imputar coautoría de secuestro a todos aquellos que en algún momento
“tuvieron contacto con el detenido”.
En cuanto a los procesos por delitos calificados como “secuestro permanente”, cabría formular
los siguientes comentarios:
De acuerdo con las normas procesales, las pruebas útiles han de coincidir fielmente con el tipo
penal que en derecho corresponde, respetando el principio de legalidad, en su aspecto tipicidad. Al
respecto, cabe recordar que el secuestro reclama una víctima viva, dejando de ser secuestro tan pronto
fallece el secuestrado.
Ahora bien, el artículo 456 bis del Código de Procedimiento Penal exige la convicción del juez
adquirida por los medios de prueba legal acerca de la comisión del hecho punible por el que condena,
además, por cierto, de la participación del imputado. Esta norma prohíbe al juez condenar sin “la
convicción de que realmente se ha cometido un hecho punible y que en él ha correspondido al procesado
una participación culpable y penada por la ley”. La convicción, sin duda, es una realidad subjetiva, pero
no por ello es un arbitrio que pueda carecer de sustento lógico y racional, ni de sentido común. Mucho
menos puede omitir considerar todos los elementos del tipo penal que investiga.
La importancia que adquiere para el juez el precitado artículo 456 bis se traduce en la debida
ponderación de la prueba que el derecho le exige para determinar la ocurrencia del ilícito penal
específico que imputa, y de sus responsables. Al sentenciador no le debe caber duda alguna de que lo
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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sentenciado es la verdad; en otras palabras, debe creer fundadamente que el mérito del proceso lo ha
conducido a la convicción de que tal delito se ha cometido, y no otro.
Así, valorando el artículo 456 bis y las numerosas sentencias y actuales procesamientos por el
delito de secuestro, cabría formularnos las siguientes preguntas: ¿debemos todavía creer que las víctimas
están secuestradas y presumir su vida y no su muerte provocada por terceros?; ¿cuál puede ser la
convicción del juez en estos casos, que sea consistente con el sentido común y con toda lógica?; ¿cómo
puede el juez afirmar en su sentencia la permanencia de un secuestro?; ¿cómo puede estar convencido de
la existencia actual de un secuestrado vivo, habiendo transcurrido ya cerca de cuatro décadas y, además,
no considerar el contexto histórico social en que los hechos ocurrieron?
A nuestro juicio, en la gran mayoría de los casos el contexto en que se produjeron las
desapariciones y la circunstancia de que treinta y nueve años después continúe ignorándose qué ha sido
del sujeto, son de por sí suficientes para concluir razonablemente que fue privado de su vida.
Al respecto, es preciso recalcar el tema sustantivo de la necesaria correspondencia y suficiencia
de los hechos probados en la causa frente al tipo penal invocado, no pudiendo faltar en la prueba
elemento alguno de la figura penal atribuida al acusado; en el caso del secuestro, la vida del supuesto
secuestrado.
Por otra parte, desde una perspectiva procesal, también es exigida la debida calificación del
hecho punible, según ordena el numeral 2 del artículo 546 del Código de Procedimiento Penal y puede
configurarse una causal de casación en el fondo por estimarse que la sentencia ha incurrido en una
calificación equivocada del delito: como secuestro y no como homicidio.
Otra circunstancia que cabría destacar, es el hecho de que hay numerosos procesados o
condenados que nunca fueron interrogados por el juez, no obstante el claro tenor del artículo 274 del
Código de Procedimiento Penal, que señala que solo después de haber interrogado al inculpado el juez
podrá someterlo a proceso.
Sin una recta aplicación de la ley no hay justicia, sino una caricatura de ella. Los jueces, con sus
engañifas, farsas, trapacerías e interpretaciones y teorías alucinantes; y con sus resoluciones arbitrarias y
no ajustadas a derecho, dictadas contra leyes expresas y vigentes, o aplicando leyes que no estaban en
vigor en Chile en la época en que habrían sido cometidos los supuestos hechos delictivos, están
precipitando al derecho hacia un despeñadero y la tarea judicial se transforma en una parodia grotesca y
sin sentido.
El más alto tribunal de la República, por otra parte, al cohonestar las aberraciones, las
prevaricaciones y el salvajismo jurídico de los jueces del fondo, está creando un funesto y gravísimo
precedente, y una jurisprudencia que legitima la arbitrariedad judicial y la denegación de justicia.
Aquí cabría citar los adagios que dicen que “quien no se inquieta ante la injusticia ajena, será su
próxima víctima” y “si a un hombre le niegan sus derechos, los derechos de todos están en peligro”; o el
pensamiento de Martin Niemoeller (erróneamente atribuido a Bertolt Brecht) que dice: "Primero
vinieron a buscar a los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista. Después vinieron por los
socialistas y los sindicalistas, y yo no hablé porque no era lo uno ni lo otro. Después vinieron por los
judíos, y yo no hablé porque no era judío. Después vinieron por mí, y para ese momento ya no quedaba
nadie que pudiera hablar por mí".
Las malas sentencias desprestigian a los tribunales. Ellas no solo perjudican a los ciudadanos que
se ven afectados por ellas, sino que minan uno de los fundamentos del orden mismo, y cuando llegan a
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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ser frecuentes son una causa de disolución social. De aquí la importancia que se ha dado a la influencia
de una buena justicia sobre la estabilidad de los Estados.
13. POLITIZACIÓN DE LA JUSTICIA
El peso de la justicia retrospectiva recae solo sobre los militares —quienes por razones de orden
y autoridad y en cumplimiento de su misión de defender la patria, la seguridad nacional y el orden
institucional de la República, se vieron obligados a empuñar las armas en contra de quienes pretendían su
destrucción—, pero no sobre quienes destruyeron la democracia y llevaron a cabo los hechos de
violencia ilegítima en los años 70 y 80.
¿Es justo que tratándose de una gravísima crisis política y social —y en un ambiente de odio, de
anarquía y de violencia desatada— carguen con la culpa solo los uniformados que en su mayoría eran
muy jóvenes en 1973? Lamentablemente los tribunales, violando numerosas leyes que tienen sentido de
pacificación social, le han dado estatuto legal a la tarea de revivir odios. Los precedentes históricos, que
enseñan cómo en el pasado se pudieron cerrar las heridas provocadas por períodos conflictivos de nuestra
vida interna, no han sido tenidos en cuenta. Así se continúan prolongando y profundizando divisiones del
pasado y, con ello, debilitando la cohesión y la unidad nacional para acometer el futuro. Ello se debe a la
acción de grupos minoritarios y contradice el parecer de la mayoría de los chilenos, que no desea seguir
hurgando en viejas heridas y sí aspira a emprender la tarea de construir el futuro, dejando atrás los lastres
del pasado. En este sentido, todavía no se ha cerrado el largo capítulo de relación crítica entre política y
justicia.
Han pasado casi cuarenta años desde que ocurrieron los hechos que hoy se están juzgando y
castigando, mediante interpretaciones jurídicas torcidas e insostenibles. Se altera la paz social cuando los
tribunales acogen querellas por supuestos delitos absolutamente prescritos. Se atenta contra el Estado de
Derecho cuando no se aplican las normas jurídicas vigentes. Ya es hora de poner término a la actividad
que busca la venganza y presencia mediática con fines claramente políticos y, también, económicos.
Mantener privados de libertad a tantos militares, de más de ochenta años de edad o con
gravísimos problemas de salud, por haber defendido la libertad, la propiedad y tal vez la vida de todos
los que hoy los juzgan con tanta severidad es una iniquidad, una arbitrariedad y un despropósito jurídico
de consecuencias imprevisibles en una nación que quiere consolidarse y progresar de forma pacífica y
armónica.
El “problema de los derechos humanos” es un problema político que todavía está vigente.
Lamentablemente los órganos más propiamente políticos —ejecutivo, legislativo y partidos políticos—
no han cumplido su tarea y han puesto sobre los hombros de los tribunales de justicia la solución del
problema. Y la judicatura tiene una incapacidad natural para solucionar un problema que es
esencialmente político y no judicial. Y mientras esto no se reconozca, no vamos a llegar a solución
alguna. Y, lo peor, es que se está instrumentalizando el sistema jurídico para llegar a soluciones del
sistema político. Y, cuando los ordenamientos jurídicos se instrumentalizan para conseguir fines
políticos, mueren en ese mismo acto.
Si es malo judicializar la política, significativamente peor es politizar la justicia, porque conduce
a la muerte del derecho; al fin de la conquista de las maneras civilizadas que conforman el Estado de
Derecho.
Concordamos plenamente con lo expresado por el presidente Piñera en el sentido de que “en
Chile falta unidad y sobran divisiones, falta nobleza y sobran pequeñeces”. Una manifestación de esto
último es la brutal e inicua persecución político-judicial iniciada por los gobiernos de la Concertación y
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que el actual gobierno no solo ha mantenido sino que ha profundizado, contra muchos de los integrantes
de las instituciones que salvaron a Chile del caos y de su destrucción y que se vieron obligadas a
intervenir en 1973.
En efecto, el actual gobierno, a través del ministerio del Interior y sin respetar las normas propias
de un Estado de Derecho, ha perseverado en la presentación de querellas por supuestos delitos que no
solo están absolutamente prescritos, sino que amparados por una ley de amnistía; ley que sí les fue
aplicada a los terroristas.
Y no solo eso: los abogados del Programa de la ley Nº 19.123 del ministerio del Interior han
llegado al extremo de recurrir de casación ante la Corte Suprema a fin de que le sea elevada la pena
asignada a los condenados en la sentencia de segunda instancia y con la cual habían quedado conforme
los querellantes.
La iniquidad con que actúan tanto el Gobierno como el Poder Judicial en contra de miembros de
aquellas instituciones que salvaron a Chile de una guerra civil y de convertirse en una segunda Cuba ha
llegado a extremos inauditos e intolerables. La brutal persecución de los abogados del Programa de
Derechos Humanos del ministerio del Interior y el desvarío de la sala penal de la Corte Suprema no
tienen nombre. Las últimas sentencias dictadas por esta última vulneran gravísimamente el sentido
común más elemental, normas constitucionales expresas, la legislación vigente, principios básicos de la
seguridad jurídica, el debido proceso, la verdad de los hechos y, en definitiva, el Estado de Derecho.
Se ha condenado con saña a militares y carabineros sin prueba concluyente alguna. Por ejemplo,
se ha condenado por secuestro a quienes lo único que les fue acreditado en el proceso es el hecho de
haber arrestado a una persona y de haberla trasladado a un lugar de detención; todo ello, cumpliendo
órdenes superiores. Este absurdo alcanza ribetes de realismo mágico, cuando en una misma sentencia se
reconoce que los imputados entregaron al detenido en un determinado lugar y más adelante se dice que
aún lo mantienen secuestrado, ¡habiendo transcurrido más de treinta y cinco años desde la detención!
Lamentablemente, como lo ha denunciado el profesor Mario Arnello Romo, el derecho está
siendo subordinado a las ideologías y los principios jurídicos están siendo sustituidos por principios
político-ideológicos, lo que erosiona y luego destruye la certeza jurídica que debe caracterizar al derecho.
Así es como, en el caso que nos preocupa, podemos apreciar que en lugar de la ley se está aplicando el
lema “ni perdón ni olvido”, acuñado por la izquierda más radical, los mismos que predicaban la lucha de
clases, la vía armada, el terrorismo y el totalitarismo.
El hecho cierto es que nunca se habían visto los atropellos a la verdad y a la ley que están
teniendo lugar bajo nuestra judicatura actual.
14. ¿SOLUCIÓN POLÍTICA O JUDICIAL?
Para terminar con el problema de los juicios contra militares y carabineros, por hechos ocurridos
hace cuatro décadas, hay quienes proponen encontrar una solución política; otros prefieren dejar
entregado este tema a los tribunales; y otros opinan que no se requiere acuerdo político alguno, pues
bastaría con respetar las leyes sobre amnistía y prescripción.
Efectivamente, en rigor, no sería necesaria una “salida o solución política” o la dictación de
nuevas leyes, pues bastaría aplicar rectamente la legislación vigente y los principios tradicionales del
derecho universal; declarar amnistiados los supuestos delitos cometidos durante el período de vigencia
de la Ley de Amnistía; respetar la cosa juzgada y no reabrir procesos fenecidos; no aplicar teorías
absurdas como la del “secuestro permanente”; declarar la prescripción de los delitos que han sobrepasado
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
27
largamente los plazos prescritos para su otorgamiento; no aplicar la costumbre internacional ni tratados
que no están vigentes en Chile o que no lo estaban al momento de ocurrir los hechos delictivos; no darle
el calificativo de delitos de lesa humanidad a hechos que no cumplen con los requisitos para ser
considerados como tales; aplicar la presunción de inocencia, etc.
Sin embargo, considerando que los tribunales de justicia no muestran ni la más mínima intención
de rectificar su actual proceder —por el contrario, se ha endurecido con la nueva integración de la sala
penal de la Corte Suprema—, tal vez sería conveniente dictar alguna ley que ponga término a la situación
existente y permita que los chilenos nos dediquemos a mirar hacia el futuro (aunque incluso en tal caso
podría mantenerse latente el problema, dado que algunos jueces que han recurrido a rebuscadas
interpretaciones para no aplicar las leyes vigentes podrían perseverar en su empeño a fin de eludir futuras
leyes que busquen poner término a la situación actual).
En todo caso, parece conveniente que la clase política enfrente un conflicto que tiene naturaleza
tanto política como jurídica. En este sentido, legislar sobre la materia constituye no solo un imperativo
para dar certeza al derecho, sino también una obligación que debe ser compartida por todos los poderes
del Estado y no solo ser dejada a uno de ellos.
Es por la referida actitud recalcitrante de los tribunales —y mientras ella no cambie— que nos
inclinamos por una solución política; un acuerdo político para cerrar el pasado. Por otra parte, pensamos
que es el mundo político el que debe dar una salida política a una situación cuyo origen y naturaleza es
de carácter político. Es ilusorio y poco razonable resolver un conflicto histórico, eminentemente político,
por la vía judicial.
Tal solución podría ser la dictación de una ley de indulto para las personas que están condenadas
con sentencias ejecutoriadas. Y, para las actual o potencialmente procesadas, una nueva ley de amnistía
general, en la línea de la moción de ley presentada por el entonces senador Sebastián Piñera, con la que
pretendía transformar en realidad las palabras del papa Juan Pablo II: “Chile tiene vocación de
entendimiento y no de enfrentamiento. No se puede progresar profundizando las divisiones. Es la hora
del perdón y la reconciliación”; o bien una ley como la propuesta por los senadores señores Diez,
Larraín, Otero y Piñera, que dicta normas para la aplicación de la amnistía y restringe la procedencia del
sobreseimiento temporal (boletines 1622-07 y 1657-07).
No hay normas de derecho internacional que prohíban dictar leyes de amnistía y, las que lo
hacen, se refieren a crímenes de lesa humanidad. Y los delitos por casos de violaciones a los derechos
humanos que están siendo investigados por los tribunales chilenos no tienen tal carácter, por mucho que
sentencias tales como la dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Almonacid
u otras dictadas por nuestros tribunales así lo establezcan. Las cosas son lo que son y no lo que se dice
que son.
Lo cierto es que para que los delitos sean calificados como de lesa humanidad deben cumplir con
los requisitos establecidos en el Estatuto de Roma, los que fueron tipificados en la ley Nº 20.357, en la
que se señala: “Constituyen crímenes de lesa humanidad los actos señalados en el presente párrafo,
cuando en su comisión concurran las siguientes circunstancias: 1º Que el acto sea cometido como parte
de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil”. Evidentemente, los actos delictivos
cometidos en forma independiente por personas aisladas o aquellos ejecutados por miembros de
organismos de seguridad del Estado, excediendo el celo debido en la represión de personas específicas
que realizaban acciones terroristas —o atentados tales como el perpetrado contra el Jefe del Estado en el
año 1986, en el que perdieron la vida cinco de sus escoltas— no caen dentro de la categoría de lesa
humanidad, por mucho que tales delitos sean absolutamente repudiables.
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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En relación con la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el
caso Almonacid —dictada con fecha 26 de septiembre de 2006 y que tiene una naturaleza jurídica
vinculante— cabría formular una precisión. Se ha dicho que tal sentencia ordena que Chile revoque o
anule la ley de amnistía. Ello no es efectivo. Lo que sí dispone —luego de calificar el delito materia de
autos como de lesa humanidad— es que “El Estado debe asegurarse que el Decreto Ley Nº 2.191 no siga
representando un obstáculo para la continuación de las investigaciones de la ejecución extrajudicial del
señor Almonacid Arellano y para la identificación y, en su caso, el castigo de los responsables” y que
“El Estado debe asegurarse que el Decreto Ley Nº 2.191 no siga representando un obstáculo para la
investigación, juzgamiento y, en su caso, sanción de los responsables de otras violaciones similares
acontecidas en Chile”.
La búsqueda de la justicia perfecta —que posiblemente están buscando de buena fe algunos
jueces— ha concluido en la más completa injusticia. Como decían los romanos: summum ius, summa
iniuria. La justicia debe ser templada con la prudencia y la clemencia.
Pareciera que el desiderátum de muchos jueces es imponer sanción a toda costa a quienes
violaron derechos humanos y, en lo posible, aplicarles la pena de prisión perpetua, de modo que se
pudran en la cárcel. Y, de hecho, así lo hacen; no en lo formal, pero sí en la práctica. ¿De qué otra forma
podría ser calificada una pena de privación de libertad por diez o más años para una persona cuya edad
supera las siete décadas? Ya han fallecido varios condenados en la cárcel, mientras otros, en tanto, de
muy avanzada edad y aquejados por graves enfermedades, esperan su deceso tras las rejas.
No es razonable buscar “justicia a toda costa”, entendiendo por justicia la sanción y el
cumplimiento efectivo de las penas asignadas, sin importar los medios utilizados para lograr tal
cometido.
Por otra parte, nos preguntamos si la privación de libertad es la pena más adecuada socialmente
para sancionar delitos perpetrados hace cuatro décadas por personas cuya conducta ha sido intachable a
contar de la ocurrencia de tales hechos y si tal opción es la más conveniente para el bien común. Penas
mal aplicadas sin respetar la legalidad vigente, a su vez, violentan los derechos humanos consagrados
para los condenados.
Nos parece que carece de rigor lógico y ético defender los derechos humanos lesionados
atropellando o violentando los derechos fundamentales, las garantías procesales y penales de los
infractores y la legalidad vigente, pues ello constituiría un evidente retroceso en el campo de los derechos
humanos. Una reacción de esa suerte se acerca más a la ley del talión —aquella justicia retributiva de los
pueblos bárbaros— y a la venganza que a la justicia externa e imparcial del Estado y significa también
un retroceso de la democracia y del Estado de Derecho.
Vulnerar las garantías fundamentales de los imputados —que gozan de una jerarquía
constitucional y que están indisolublemente unidas con la dignidad de la persona humana— para así
poder sancionar a quienes a su vez las trasgredieron, equivale a reconocer que éstas no rigen para todos
por igual y significa una inversión del paradigma en virtud del cual se consolidó la idea de Estado de
Derecho.
Los derechos y garantías fundamentales, sobre todo los de carácter penal, son presupuestos
irrenunciables de la propia esencia del Estado de Derecho. Si se admite su derogación, aunque sea en
casos concretos extremos y muy graves, se tiene que admitir también el desmantelamiento del Estado de
Derecho, cuyo ordenamiento jurídico se convierte en un ordenamiento puramente tecnocrático o
funcional, sin ninguna referencia a un sistema de valores. El derecho así entendido se convierte en un
puro Derecho de Estado, en el que el derecho se somete a los intereses que en cada momento determine
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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el Estado. De este modo, los principios garantistas se verían conculcados con el pretexto de defender,
paradójicamente, el Estado de Derecho.
Una crisis como la vivida en Chile, que repercute aún después de haber transcurrido tantísimos
años, solo puede ser superada políticamente, a través de un acuerdo —expreso o tácito— que tenga como
norte el bien común de los chilenos, sabiendo de antemano que habrá voces y sectores disidentes.
En todo caso y sea como fuere, es evidente el hecho de que a muchos militares y carabineros se
les están violando sus derechos humanos y que la iniquidad judicial que hemos denunciado en estas
páginas no puede continuar.
REFLEXIONES FINALES
El clima de persecución judicial contra los uniformados en retiro es evidente. Las resoluciones
judiciales a que nos hemos referido a lo largo de este trabajo así lo demuestran, a lo que se suman las
querellas interpuestas por abogados u organizaciones “de derechos humanos”, las que al ser amparadas
por el Poder Judicial y el ministerio del Interior profundizan tal clima de persecución.
No es razonable que continúen militares y carabineros encarcelados porque tienen a personas
secuestradas, en circunstancias de que todo el mundo sabe que eso es una mentira, una ficción evidente.
Decir que una determinada persona está actualmente secuestrada, después de haber transcurrido casi
cuarenta años desde la fecha en que fue detenido por el o los imputados, es una patraña que no resiste
mayor análisis y una burla grotesca a la ley. Tanto o más criticables son aquellas resoluciones que le
atribuyen responsabilidad y someten a proceso a personas sobre la base de que, atendida la naturaleza de
sus funciones, no pudieron menos que conocer la existencia de delitos gravísimos —extendiendo de esa
manera el ámbito de la responsabilidad penal, confundiéndola con la responsabilidad política— o
aquellas sentencias que condenan a un acusado por el mero hecho de haber estado alguna vez en el lugar
donde supuestamente ocurrieron los hechos delictivos que se le imputan.
La reconciliación a la que la gran mayoría de los chilenos aspira exige, de manera urgente y
necesaria, rescatar la correcta interpretación y aplicación de los principios básicos en que se fundamenta
el Estado de Derecho; propio de aquellas comunidades en que la legalidad establecida rige por sobre
individuos, grupos e instituciones.
El Estado de Derecho se funda en la Constitución y en las leyes dictadas conforme a ella, las que
obligan tanto a gobernantes como a gobernados. Lamentablemente, la juridicidad está siendo gravemente
erosionada por tribunales que se han marginado del Estado de Derecho, al someter a proceso a militares
sin dar cumplimiento a la legalidad vigente.
Lo anterior reviste una enorme gravedad, por cuanto el Poder Judicial es el poder del Estado que
tiene la mayor responsabilidad en el resguardo del Estado de Derecho y que constituye el poder
moderador por excelencia de una nación, que modera las pasiones y que hace cumplir la ley. La
ciudadanía necesita confiar en la tutela que el ordenamiento jurídico le garantiza por medio de los
tribunales.
En Chile se predica, por todos sus confines, la necesidad de respetar los derechos humanos. Sin
embargo, en el caso de los militares y carabineros, se los atropella salvaje e impunemente, despreciando
la dignidad de ellos y de sus familias, debido a que algunos jueces se han abanderizado con posiciones
políticas y colocado su ministerio al servicio de ellas.
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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Las excusas para esquivar el imperio de la ley han superado a la más fértil imaginación. Si la
sanción por la violación de los derechos humanos pasa por el desconocimiento de las instituciones
jurídicas fundamentales —tales como la amnistía, la prescripción y la cosa juzgada—, en lugar de
consolidarse la democracia y la institucionalidad, se las está erosionando peligrosamente.
El deber primordial del Estado es la preservación e imperio de la juridicidad, esto es, el respeto a
la legalidad; porque tolerar su quebrantamiento persistente y progresivo, como está ocurriendo entre
nosotros, conduce inefablemente a la destrucción del orden institucional y al caos social.
Ya vivimos esa experiencia y debemos tenerla muy presente, pues, como dijo Santayana,
“quienes no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”. Es por eso que no debemos reescribir la
historia, sino que asumirla sin distorsiones y definir el camino que queremos recorrer en el futuro. Solo
así será posible consolidar la libertad, la paz, el orden social y la democracia.
Sin embargo, en el último tiempo, vuelven a manifestarse síntomas alarmantes, porque evocan
una experiencia ya vivida. Imperceptiblemente, volvemos a tolerar la violencia en sustitución del diálogo
y la presión sobre las autoridades para doblegarla, erosionando las leyes y el Estado de Derecho. Los
ejemplos son múltiples, pasando desde la usurpación de establecimientos educacionales hasta la
violencia terrorista en la Araucanía.
Tal como ha sucedido en otras coyunturas nacionales de infeliz desenlace, las advertencias frente
al sobrepasamiento de la legalidad no están surtiendo mayor efecto, y tarde o temprano el país habrá de
soportar las nocivas consecuencias de ello.
No hay futuro para una nación que tolera, en impávido silencio, la anestesia de sus conciencias y
los eclipses de la verdad.
Es de esperar que la actual dirigencia política pueda adoptar una decisión de altura y no vuelva a
fracasar, como cuando los políticos del año 1973 fueron incapaces de controlar la situación de odio,
violencia, polarización y quiebre de la democracia y del orden institucional y acudieron a los cuarteles a
solicitar, desesperados —tanto los de gobierno como los de oposición—, la intervención de las Fuerzas
Armadas.
Estamos convencidos de que no todos los jueces comparten un ánimo persecutorio contra los
militares y que la gran mayoría de ellos cumple sus funciones con dedicación, rectitud, esfuerzo y
honestidad. Sin embargo, la actitud de aquellos tribunales que no aplican rectamente la ley es plenamente
funcional al objetivo perseguido por esas hordas violentas y vociferantes que escupen y golpean a
mujeres y ancianos por el mero hecho de asistir a la presentación de un libro o a la exhibición de un
documental, y que pretenden destruir a los militares —no física, sino que moralmente; de manera que
ellos sigan existiendo, pero dejando de ser lo que son, dejando de ser lo que tienen que ser, con lo cual
mantendrían solo la apariencia de tales— para que no tengan la capacidad moral de intervenir en caso de
que volvieran a presentarse en nuestra patria situaciones de violencia, polarización y quiebre del orden
institucional como la que culminó en el año 1973.
Corresponde en especial a gobernantes, legisladores y al propio Poder Judicial contribuir a poner
término a las iniquidades que hemos denunciado en este artículo y que, de no mediar su visión superior y
patriótica, tienden a perpetuarse; manteniendo indefinidamente a una sociedad fracturada, discriminatoria
y excluyente de un trato equitativo a los uniformados. Es preciso no seguir postergando una solución
basada en la equidad y en una justificada clemencia, a procesos que han politizado a la justicia y que,
ciertamente, debilitan al Poder Judicial y a la Fuerzas Armadas y de Orden, instituciones fundamentales
de la República.
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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También contribuiría significativamente a tal empeño el cumplimiento, por parte de S.E. el
Presidente de la República, al compromiso que contrajo en la reunión que tuvo con miembros de las
FF.AA. y de Orden en retiro en el Círculo Español en noviembre del año 2009, durante la campaña
electoral, en el sentido de que las leyes vigentes les iban a ser aplicadas rectamente a los militares que se
vieron obligados a enfrentar la gravísima crisis social y política, la violencia y el terrorismo durante el
período 1973-1990.
En dicha ocasión don Sebastián Piñera Echenique dijo lo siguiente (transcripción textual del
video grabado durante la referida reunión):
“Por eso yo he querido centrar estas palabras con ustedes en estos cinco compromisos claros y
específicos. Y quisiera agregar un compromiso más, que tiene que ver con un tema ajeno a lo que hemos
estado conversando, que son materias de carácter previsional y de beneficios, que es el tema de la
justicia en nuestro país. Y quiero aplicar los principios que siempre han orientado a la verdadera
justicia. En nuestro gobierno vamos a velar para que la justicia se aplique a todos los ciudadanos de
nuestro país, incluyendo por supuesto a las personas que están en servicio activo o en retiro de nuestras
Fuerzas Armadas y de Orden, sin arbitrariedades, en forma oportuna y sin mantener procesos eternos
que nunca terminan, respetando garantías fundamentales como es el debido proceso, como es la
presunción de inocencia y como es también la imparcialidad del tribunal que debe juzgar los casos, y
también la aplicación correcta de acuerdo a nuestra legislación y de los tratados internacionales del
principio de prescripción de los delitos. Y por eso estamos simplemente aplicando lo que es en esencia lo
que garantiza un verdadero estado de derecho, que es que la justicia tiene que ser aplicada en forma
equitativa y los principios de la justicia como el debido proceso, como las normas de prescripción, como
la imparcialidad de los tribunales, como la oportunidad en que la justicia debe ser aplicada, deben
aplicárseles a todos los chilenos sin ninguna distinción, y creo que este es un principio que honra a
nuestro país, fortalece nuestro estado de derecho y, además, apunta definitivamente a conquistar una
plena y total reconciliación en un país que, por distintas razones, estuvo sometido durante mucho tiempo
a divisiones muy profundas, a divisiones que generaron mucho encono, mucho rencor y mucha
odiosidad entre los chilenos, y yo creo que los países que se quedan atrapados en el pasado y que no son
capaces de levantar la vista para mirar al futuro, son países que en cierta forma están renunciando a
ese futuro, y por esa razón nuestro gobierno va a tener una orientación de futuro, vamos a tratar de
cerrar las heridas”.
Una forma en la que el ex candidato y actual presidente de la República podría cumplir con el
precitado compromiso sería mediante el envío de un oficio a la Corte Suprema (tal como lo hizo el
presidente Aylwin en 1991) haciéndole presente su parecer acerca de la conveniencia de que, en aras de
la reconciliación y de la unidad nacional —por las mismas razones que expuso en su moción de proyecto
de ley de amnistía—, los tribunales de justicia, en las causas de derechos humanos, aplicasen las leyes en
su recto sentido y respetasen los derechos y garantías establecidos en nuestro ordenamiento jurídico.
Una acción de esta naturaleza no contravendría el mandato constitucional del artículo 76 de
nuestra Carta Fundamental, en el sentido de que “la facultad de conocer de las causas civiles y
criminales, de resolverlas y de hacer ejecutar lo juzgado, pertenece exclusivamente a los tribunales
establecidos por la ley”, ni tampoco la prohibición de “ejercer funciones judiciales, avocarse causas
pendientes, revisar los fundamentos o contenidos de sus resoluciones o hacer revivir procesos
fenecidos”, establecida en ese mismo artículo (entendida la palabra revisar en su sentido natural y obvio
de someter algo a nuevo examen para corregirlo, enmendarlo o repararlo).
Y, si ante tal ruego no se apreciare reacción alguna, el Presidente podría hacer uso de la
atribución especial que le concede el número 13 del artículo 32 de la Constitución Política, que es la de
“velar por la conducta ministerial de los jueces”. Y, en este sentido, el Presidente de la República bien
ADOLFO PAÚL LATORRE Procesos contra militares: ¿un problema sin solución?
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podría requerir al Ministerio Público que entable las acusaciones correspondientes por falta o abuso en el
desempeño de sus funciones, específicamente, por el delito de prevaricación.
Otra acción que podría ser llevada a cabo sería la promover una acusación constitucional contra
aquellos magistrados de los tribunales superiores de justicia que manifiestamente hayan cometido el
delito de prevaricación, por notable abandono de sus deberes; acusación que debería ser interpuesta por
no menos de diez ni más de veinte diputados, según lo dispone el artículo 52 de la Carta Fundamental.
Se ha dicho que, si de acusación constitucional contra ministros de corte se trata, la causal
notable abandono de sus deberes solo se refiere a la “conducta ministerial” y nunca procede por el
contenido de los fallos que se dicten. Pero, a nuestro juicio, no es tan así, porque si los jueces
comenzaran a fallar reiteradamente desatendiendo la ley y no pudieran ser acusados, sería el fin del
Estado de Derecho y de la democracia, la que se transformaría en una “dictadura judicial”.
Evidentemente, acciones como las referidas producirían una gran agitación en los partidos
políticos de izquierda y en las agrupaciones u organizaciones de derechos humanos. Sin embargo,
estamos seguros de que contarían con el apoyo de una enorme cantidad de personas que piensan que
ponerle término a la actual situación de revanchismo contra los militares contribuiría a cerrar heridas, a
no continuar traspasando a los jóvenes los conflictos y divisiones que han dañado al país, a levantar la
vista para mirar al futuro —como bien dijo don Sebastián Piñera durante su campaña presidencial— y,
en definitiva, a la unidad nacional y a la consecución del bien común.
A modo de conclusión y no obstante todo lo manifestado precedentemente, pensamos que la
solución al problema denunciado no es tan difícil. Para ello no se precisa la dictación de nuevas leyes de
amnistía, de “punto final” o de otro tipo, pues para tal efecto bastarían algunas dosis de buena voluntad,
de caridad y de prudencia política —la virtud más importante de los gobernantes, pues solo con ella se
puede gobernar bien; es decir, ajustar todos los medios necesarios para ordenar a la sociedad política a su
fin que es el bien común— y que nuestros tribunales de justicia, recuperando su tradicional prudencia,
aplicaran rectamente la ley vigente; que cumplieran con lo que la ley manda.
Sobre la base de los planteamientos expuestos en este trabajo, venimos en formular un ferviente
llamado a los diversos sectores de la sociedad chilena para abrir un debate sobre este tema y para que,
cada uno de ellos dentro de sus respectivos campos de acción o ámbitos de su competencia, adopten las
medidas que estimen más apropiadas para solucionar las irregularidades procesales que hemos
denunciado a lo largo de estas páginas, y para restablecer en su plenitud la juridicidad y el Estado de
Derecho, requisito esencial para el progreso y grandeza de nuestra patria.
Viña del Mar, 11 de octubre de 2012.
viernes, 21 de diciembre de 2012
PROCESOS CONTRA MILITARES: ¿UN PROBLEMA SIN SOLUCIÓN?
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