DE CHILE INFORMA EDICIÓN Nº 1.241
PROBLEMA SIN SOLUCIÓN?
SEGUNDA PARTE
Nota de la Redacción.- Chile Informa entrega a sus lectores la segunda
parte del completo estudio jurídico que versa sobre la situación de los
presos políticos militares.
Dedicamos hoy nuevamente la edición completa a este tema por su
trascendencia.
Destacamos que este documento del abogado y capitán de navío de la
Armada de Chile don Adolfo Paúl dio origen al "Manifiesto frente al
desvarío" y sobre la base del cual este último se fundamenta, es decir,
que están íntimamente relacionados.
Escribe don ADOLFO PAÚL LATORRE
5. “SECUESTRO PERMANENTE”
Como es obvio, para que existiera “secuestro
permanente” debería acreditarse el hecho punible; es decir,
primero, un secuestro y, segundo, que él permanece. Si no se
prueban ambas cosas, no hay delito ni puede haber juicio.
En rigor, una cosa es que el secuestro tenga la
característica de delito de ejecución permanente —al igual que
otros tales como la violación de morada o el manejo en estado
de ebriedad— y otra muy distinta es la elemental exigencia de
que la permanencia de la consumación de este delito debe ser
probada en el proceso, como todos los demás elementos del
delito (conducta —acción u omisión—, tipicidad, antijuridicidad
y culpabilidad).
En efecto, que el secuestro tenga el carácter de
permanente significa que la conducta del autor crea una
situación antijurídica —en este caso, la privación de libertad—
que se sigue consumando mientras se mantiene ese estado
por voluntad del autor.
Pero esta característica del secuestro no libera al tribunal
de tener que acreditar que la prolongación de este delito y la
participación en él de los imputados ha continuado con
posterioridad al 10 de marzo de 1978, fecha límite de vigencia
de la amnistía, o de la fecha en que se cumplió el plazo de
prescripción de la acción penal.
Sin embargo, la alucinante tesis del “secuestro
permanente” postula que se ha cometido y se está cometiendo
secuestro cuando consta en un proceso la mera detención o la
privación de libertad inicial de un sujeto y no consta
posteriormente en el mismo proceso o su muerte o su puesta
en libertad; y que al desconocerse su actual paradero, se
presupone su existencia vital en régimen de secuestro.
Esta tesis tiene dos efectos prácticos: el primero es que
sustrae a los hechos constitutivos de delito de la esfera de
aplicación de la Ley de Amnistía (Decreto Ley 2191 de 1978) —
porque cronológicamente han salido del tiempo en que esa ley
tiene vigencia—; y, el segundo, es que se impide la aplicación
de la prescripción —porque ésta solo comienza a correr a
contar del momento en que se termina de ejecutar el delito—.
Con esta tesis del “secuestro permanente” se invierte el
peso de la prueba, desplazándola desde el acusador —que es
quien debe probar los elementos del delito— hacia el acusado;
y se da el absurdo de que los procesados o condenados, aun
estando privados de libertad estarían cometiendo el delito de
secuestro.
Y como normalmente nunca se podrá probar la inocencia
o el fin del secuestro —menos aún si el juez no acepta como
válidos o no considera ciertos elementos probatorios—, éste
se transforma en un delito inextinguible: una vez cumplida su
condena y como el delito aún se está cometiendo, el
“secuestrador” sería nuevamente procesado y condenado, y
así, sucesiva e interminablemente.
Hay jueces o ministros de Corte de Apelaciones en visita
extraordinaria que no solo violan abiertamente la presunción
de inocencia —que es un derecho esencial de los imputados—,
sino que en muchísimos casos no consideran pruebas que
acreditan fehacientemente determinados hechos que favorecen
al acusado, tales como pasaportes u otros instrumentos en los
que consta que éste no estuvo en el lugar de los hechos en el
momento o en la época en que ellos ocurrieron.
Tenemos, por ejemplo, el denominado “caso Woodward”,
en el que no le fue asignado valor alguno al certificado de
sepultación del cementerio y al certificado de defunción
emitido por el Servicio de Registro Civil e Identificación para
acreditar el fallecimiento de dicho sujeto.
Y tampoco a la constancia que de su muerte hay en el
informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación
(informe Rettig).
Así, se llega a un auto de procesamiento absurdo, en el
que se dice que Michael Woodward “fue privado de su libertad
de desplazamiento sin derecho, manteniéndosele bajo
detención o encierro en recintos de la Armada, lo que se ha
prolongado desde el mes de septiembre de 1973 hasta el día de
hoy”.
Este aserto, que repugna a la razón, fue reproducido en
similares términos en el auto acusatorio de fecha 12 de mayo
de 2011.
Esta fantasía, esta farsa grotesca, esta felonía de
establecer —sin prueba alguna que así lo acredite y, por el
contrario, habiendo pruebas en sentido opuesto— que el señor
Woodward está actualmente detenido o encerrado en recintos
de la Armada es demencial y carente del más elemental sentido
común.
Pero, como no es posible atribuirle tales características a
un juez, no queda otra posibilidad que la de presumir sevicia,
odio y resentimiento exaltados hasta el paroxismo.
Los casos como el precedentemente descrito son
innumerables. Lamentablemente, esta actitud aberrante de
algunos jueces de primera instancia es —en la mayoría de los
casos—cohonestada tanto por las Cortes de Apelaciones como
por la Corte Suprema.
Los órganos jurisdiccionales deben legitimarse ante la
ciudadanía mediante sus fallos y resoluciones, en los que a
través de sus motivaciones dejan de manifiesto que sus
decisiones no son caprichosas ni arbitrarias, sino que
producto de un razonamiento lógico, coherente, transparente y
ajustado a derecho.
Resoluciones como las antedichas, absolutamente
sesgadas y tendenciosas en contra de los integrantes de las
FF.AA. y Carabineros, desprestigian a la judicatura y al sistema
legal.
Para fundamentar la sentencia no basta con que el
sentenciador aduzca o exprese cualquier razón, que motive el
acto de cualquier manera.
Las razones que el sentenciador ha de aducir, para excluir
la tacha de arbitrariedad, tienen que tener alguna consistencia,
un fundamento objetivo capaz de justificar la decisión y de
asegurar para ella el calificativo de racional.
La figura utilizada no tiene asidero en el derecho chileno,
según el cual el fundamento de todo proceso penal es la
existencia del hecho punible, pues es público y notorio que
ante ninguno de dichos jueces se ha rendido prueba alguna
que sugiera la existencia de algún individuo permanentemente
secuestrado.
Más aún, las pruebas en contrario son múltiples, y tanto
los jueces como la ciudadanía entera saben que eso es una
mentira y que tales hechos punibles son inexistentes.
Fingirlos es solo un ardid destinado a eludir la aplicación
de leyes vigentes, como la amnistía y la prescripción.
Hay innumerables casos en los que se usa el subterfugio
de hablar de “secuestro permanente” para no declarar
extinguida la responsabilidad, pese a no haber en la causa
antecedente de que hubiera habido un secuestro y que éste
hubiera permanecido en el tiempo.
Su existencia tendría que probarse, pues el Código de
Procedimiento Penal determina que “la existencia del hecho
punible es el fundamento de todo juicio criminal”. Pero en tales
casos no hay prueba del supuesto “secuestro permanente”.
Se ha llegado a presumir de derecho el delito, pues no se
admiten pruebas en contrario. Y tal presunción de derecho está
prohibida por la Constitución.
Por otra parte la ley le exige al juez que, antes de
condenar, haya adquirido por los medios de prueba legal la
convicción de que realmente se ha cometido un hecho punible
y que en él ha correspondido al procesado una participación
culpable (artículo 456 bis del Código de Procedimiento Penal).
El juez debe llegar a la plena convicción del secuestro, y
dicha convicción no debe simplemente afirmar que “tuvo lugar
un secuestro”, sino que hay que llegar a la completa
convicción de que dicho secuestro se sigue perpetrando.
Si los jueces son capaces de llegar a la “convicción” de
un absurdo, de una fantasía que solo puede existir en una
mente afiebrada, los ciudadanos ya no sabremos qué esperar
cuando nos sometamos a su jurisdicción.
Los jueces que procesan o condenan por secuestro
utilizan el siguiente razonamiento falso: no han sido
encontrados los restos de fulano y, por lo tanto, está vivo; y
como no ha sido visto circulando por las calles ni se ha
presentado a las autoridades quiere decir que está
secuestrado.
El mismo argumento falaz podría utilizarse en sentido
contrario: si fulano no ha sido encontrado vivo, quiere decir
que está muerto y, por lo tanto, no está secuestrado.
Es innegable la importancia del sentido común en la
convicción que puede formarse el juez.
La convicción que la ley reclama no puede desafiar a la razón
ni a la lógica, y las conclusiones a que es posible arribar, a
partir de ciertos antecedentes comprobados, no pueden no
considerar, por ejemplo, la duración de un secuestro y la
factibilidad —en relación con el tiempo transcurrido— de la
sobrevivencia del secuestrado luego del sometimiento a
prisión del secuestrador por largo tiempo.
Esa supervivencia debería prolongarse y, por ello, investigarse
la responsabilidad penal de los “otros” coautores, cómplices o
encubridores —distintos del preso— que mantienen con vida al
secuestrado, puesto que no se realiza el tipo penal del
secuestro sin secuestrado vivo; y el inculpado preso no ha
podido tener cuidado de la víctima.
De no probarse directamente la supervivencia del secuestrado,
estamos presumiéndola: ¿con qué antecedentes y
fundamentos?
No es razonable dar por prolongada la situación
antijurídica de secuestro por el hecho de no localizar el
cadáver o de no ubicar a la persona, después de haber
transcurrido cuatro décadas desde la ocurrencia de los hechos
denunciados.
Falta la verosimilitud de la persistencia de la situación
ilícita dado el tiempo transcurrido, bien porque el detenido ha
recuperado su libertad o bien porque ha fallecido.
Por ello ha de considerarse que los hechos que la
originaron han dejado de tener relevancia penal al tiempo de la
denuncia.
Y la admisión de tal denuncia puede calificarse, por tanto,
como arbitraria.
Sostener que frente a homicidios o fallecimientos
comprobados o evidentes cometidos hace casi cuarenta años
se trataría de un secuestro, porque no se encuentran los restos
es una falacia, que al asentarse judicialmente solo acarrea falta
de confianza en la judicatura e inseguridad a los ciudadanos
sometidos a ella.
La inexistencia de un cadáver no es un impedimento para
comprobar un homicidio, por cuanto el juez puede y debe
reconstruir la verdad procesal utilizando los procedimientos de
prueba que la legislación procesal penal vigente contempla, en
sintonía con las exigencias que los respectivos tipos penales
invocados imponen, mediante una lógica y armónica relación
de los diversos indicios y pruebas.
Cabe al respecto preguntarse cuál puede ser la
convicción del tribunal cuando, a título de ejemplo, se asesina
a una persona sin dejar resto alguno de su cuerpo, como
cuando alguien es arrojado a una fosa inalcanzable.
Supongamos que tal acción es realizada ante la presencia
de numerosos testigos; más aún, por ejercicio académico,
supongamos que ello ocurre ante los ojos del juez: ¿puede
éste no tener la convicción del homicidio porque no dispone de
un cuerpo humano muerto?,
¿Cuál es el delito, en tal caso, del cual podría tener
convicción?, ¿podrían ser lesiones?
La tesis de que sin cadáver no hay homicidio es
inaceptable.
Peor aún aquella de que no se puede sancionar un
homicidio porque no ha sido hallado el “cuerpo del delito”, en
circunstancias de que el cuerpo del delito no es el cadáver,
sino los hechos típicos; el hecho criminal considerado en
relación con sus efectos.
Un mismo hecho criminal puede constituir diferentes
cuerpos de delito. Así, por ejemplo, en una puñalada que ha
causado la muerte del ofendido, el cuerpo del delito es un
homicidio; y en la que no ha causado tal efecto, solo hay
lesiones corporales.
Se asimila la noción de cuerpo del delito con aquella que
le otorga el artículo 108 del Código de Procedimiento Penal:
“La existencia del hecho punible es el fundamento de
todo juicio criminal, y su comprobación por los medios que
admite la ley es el primer objeto a que deben tender las
investigaciones del sumario”.
Por lo demás, el contexto en que se produjo la
desaparición de un sujeto y la circunstancia de que treinta y
ocho o más años después continúe ignorándose de él, son de
por sí suficientes para concluir razonablemente que fue
privado de su vida o que está en libertad.
En los procesos seguidos contra militares y carabineros
por el delito de “secuestro” no sólo se está faltando a la verdad
—con sentencias inicuas, que presumen como verdadero lo
que es falso—, sino que se está quebrando la juridicidad y el
Estado de Derecho.
Continuar por la senda del debilitamiento del Estado de
Derecho es muy peligroso y nada bueno augura para nuestra
nación, puesto que conduce, inevitablemente, a la violencia y a
la anarquía.
6. ¿SECUESTRO O DETENCIÓN ILEGAL?
Otro aspecto jurídico que dice relación con el secuestro, es el
hecho de que existe en nuestra legislación penal una figura
privilegiada que afecta a los funcionarios públicos, en cuya
virtud aquellos que priven de libertad a terceras personas no
caen dentro de la tipificación de secuestro, sino que dentro de
la tipificación de detención ilegal.
En efecto, el secuestro está tipificado en el artículo 141
del Código Penal, dentro del párrafo “crímenes y simples
delitos contra la libertad y seguridad, cometidos por
particulares”; mientras que la detención ilegal lo está en el
artículo 148 “de los agravios inferidos por funcionarios
públicos a los derechos garantidos por la Constitución”.
Por lo anterior, y de acuerdo con el principio de legalidad,
ningún miembro de las instituciones armadas o de orden —
dada su calidad de funcionario público— debería ser
procesado por el delito de secuestro; delito que, por lo demás,
tiene asignadas penas mucho más severas que el de detención
ilegal.
Para procesarlos por secuestro, los jueces argumentan
que la detención ilegal solo cobra sentido en cuanto el
funcionario público guarda una directa relación con el aparato
institucional de privación de libertad; si no lo está, tiene que
aplicarse la figura de secuestro (como lo sería, por ejemplo, si
el Director de Tránsito de una municipalidad detuviere a un
tercero).
Esta interpretación podría ser dogmáticamente correcta, solo
que tiene un serio obstáculo: el principio de legalidad. Y como
la ley no distingue y solo dice “funcionario público”, no le es
lícito al intérprete distinguir.
Lo curioso en relación con este tema es la agilidad digna
de un acróbata que demuestran algunos jueces, al calificar
inicialmente a los imputados como particulares, para efectos
de su enjuiciamiento y penalización —más elevada— y,
posteriormente, como agentes del Estado para efectos de
cobrar una indemnización pecuniaria.
7. NO APLICACIÓN DE LA LEY DE AMNISTÍA
La abogada de Pinochet, Mónica Madariaga, que redactó la Ley de Amnistía.
La amnistía (del griego amnestia, olvido) es una causa de
extinción de la responsabilidad penal.
En doctrina, se distinguen dos clases, según sea la
oportunidad procesal de su aplicación: la amnistía propia y la
impropia.
La propia tiene lugar antes de que se pronuncie sentencia
firme, y es causa de extinción de la acción penal; la impropia
debe ser otorgada una vez dictada sentencia condenatoria y
extingue la pena.
En relación con esta institución de la amnistía —aplicada
profusamente a lo largo de la historia del mundo civilizado—,
es pertinente señalar que terminada una circunstancia
extraordinaria que ha alterado el orden social y para superar
las rupturas del orden institucional, es conveniente para la paz
interna de la nación afectada que se promueva la
reconciliación, por lo que es de bien común olvidar lo ocurrido,
incluso los delitos cometidos y las respectivas penas.
La prudencia recomienda dictar las más amplias
amnistías una vez superado el período de anormalidad.
Es comprensible el dolor de quienes han perdido a seres
queridos, pero ello no puede ser obstáculo para alcanzar un
bien de mayor jerarquía como lo es la paz social.
Por tales razones en el año 1978 fue promulgado el D.L.
2191, que concedió amnistía a todas las personas que, en
calidad de autores, cómplices o encubridores hayan incurrido
en hechos delictuosos, durante la vigencia de la situación de
Estado de Sitio, comprendida entre el 11 de septiembre de 1973
y el 10 de marzo de 1978.
Al respecto, cabría señalar que el cardenal Raúl Silva
Henríquez apoyó la dictación de dicho decreto, pues lo veía
como un gesto de reconciliación que iba a beneficiar a uno y
otro lado y como una forma de contribuir al término del clima
de enfrentamiento.
Por otra parte, cabría agregar que el Cardenal estaba
convencido de que la mejor forma de asegurar la futura
democracia era abandonar toda clase de venganza contra los
militares y que era torpe, aunque humano, exigir justicia y
venganza tras el término del régimen militar.
El D.L. 2191 de 1978 sobre amnistía es válido y está
plenamente vigente, como lo afirma la generalidad de los
juristas, aunque haya decaído su aplicación y exista un
cuestionamiento a su respecto.
El comportamiento de los tribunales durante los treinta
años de vigencia del D.L. 2191 ha tenido una notoria variación:
desde la aplicación inmediata de la amnistía bastando la
comprobación de que los hechos habrían ocurrido en el
período cubierto por ella (amnistía
propia); pasando por su aplicación
solo una vez identificados los
responsables y agotada la
investigación (amnistía impropia; que
corresponde a la llamada “doctrina
Aylwin”, según la cual —como lo
expuso en el oficio que le enviara a la
Corte Suprema en el año 1991— la
vigencia de la ley de amnistía no
podía ser obstáculo para que se
llevara adelante la investigación
judicial); hasta su no aplicación, casos en los que han sido
dictadas sentencias condenatorias y con cumplimiento efectivo
de las penas asignadas.
Esta evolución no es jurídicamente aséptica: está influida
por la posición política que abrazan los jueces.
Lo anterior, aparte de restarle certeza a la aplicación del
derecho y a la seguridad jurídica, atenta abiertamente contra la
garantía constitucional de igualdad ante la ley.
Las doctrinas en virtud de las cuales se niega la
aplicación de la amnistía van desde el absurdo de que las
“víctimas” aún están secuestradas —razón por la que el delito
no cae dentro del período cubierto por la amnistía— hasta la
aplicación de normas de la costumbre internacional o de
tratados de derechos humanos que establecen que los delitos
de lesa humanidad son imprescriptibles e inamnistiables, aun
cuando los delitos investigados no cumplan con los requisitos
para ser considerados como tales y que dichas normas no
estén vigentes en Chile o que no lo estaban a la fecha de
comisión de los supuestos delitos.
No obstante lo antedicho los tribunales de justicia, como
hemos visto, con diversos pretextos y recurriendo a
interpretaciones que chocan con el principio de legalidad y con
el sentido común, buscan la manera de inaplicar dicha ley.
Los tribunales también pasan por sobre el artículo 107 del
Código de Procedimiento Penal, que ordena a los jueces:
“Antes de proseguir la acción penal, cualquiera que sea la
forma en que se hubiere iniciado el juicio, el juez examinará si
los antecedentes o datos suministrados permiten establecer
que se encuentra extinguida la responsabilidad penal del
inculpado.
En este caso pronunciará previamente sobre este punto un
auto motivado, para negarse a dar curso al juicio”.
La norma es clarísima y está redactada en términos
imperativos: no faculta al juez para hacer algo, sino que le
ordena actuar de una determinada manera.
Y resulta que, prácticamente en la totalidad de los casos,
los hechos están cubiertos no solo por la amnistía de 1978,
sino que también por la prescripción.
Ambas, de acuerdo con el artículo 93 del Código Penal,
extinguen la responsabilidad penal y dan lugar al
sobreseimiento definitivo.
Los jueces, incluso, tienen la obligación de declarar la
prescripción de oficio, aun cuando el procesado no la alegue,
según lo dispone el artículo 102 de ese mismo código.
Por otra parte, el artículo 109 del Código de
Procedimiento Penal dispone: “El juez debe investigar, con
igual celo, no solo los hechos y circunstancias que establecen
y agravan la responsabilidad de los inculpados, sino también
los que les eximan de ella o la extingan o atenúen”.
Finalmente, nos referiremos a la doctrina de la jurista
doña Clara Szczaranski, quien señala que la amnistía vigente
en Chile es la impropia.
Funda tal aserto al constatar que la amnistía contenida en
el D.L. 2191 de 1978 no se refiere a hechos, sino a personas, de
lo cual se desprende que esta disposición exige la
determinación de sujetos culpables respecto de un ilícito penal
específico, en calidad de autores, cómplices o encubridores.
El grado de participación culpable de un acusado en un
delito solo puede determinarse una vez agotado un proceso
penal, en virtud de una sentencia ejecutoriada.
Apoya su planteamiento en un informe en derecho
elaborado en el año 1986 por la ministro de Justicia que
suscribió dicho decreto, doña Mónica Madariaga Gutiérrez, y
en declaraciones públicas difundidas por la prensa nacional el
20 de diciembre de 1978 por el entonces ministro del Interior
don Sergio Fernández Fernández, quien afirmó que la amnistía
“buscó justamente borrar los efectos penales tanto de los
delitos cometidos por quienes habían preparado fría y
sistemáticamente la guerra civil, como de los eventuales
excesos en que hubieren incurrido quienes tuvieron la misión
de conjurarla”, agregando que “cualquiera sea la verdad
concreta en cada situación, ella puede ser investigada por los
tribunales de justicia”.
Doña Clara sostiene que la amnistía impropia vigente en
Chile no es una auto amnistía —pues no es de aquellas que el
hechor aplica a si mismo excluyendo la función jurisdiccional
posterior y, además, es aplicable y ha sido aplicada a todo
sujeto activo en el mismo período, en beneficio de personas de
distinta y antagónica ideología política—; no provoca una
denegación de justicia ni concede impunidad —ya que el
Estado cumple con su deber de otorgar justicia, de
conformidad con la normativa interna y la internacional, al
investigar los hechos, determinar los responsables y sancionar
jurídicamente a los culpables;
Lo que es algo completamente distinto del cumplimiento
efectivo o ejecución de la pena—; no se opone o contraviene
convenio o tratado internacional alguno sobre derechos
humanos y que ella debe ser aplicada correctamente, no solo
por ser ley vigente, sino que en virtud de los principios de
legalidad y pro reo, garantías vigentes en Chile y, además,
reforzadas por los tratados sobre derechos humanos
ratificados por Chile vía artículo 5º de la Constitución Política
de la República.
Lamentablemente, la tendencia jurisprudencial ha sido la
de aplicar la amnistía a los violentistas y terroristas que
operaron durante el período cubierto por ella, e incluso durante
los gobiernos de la Concertación, pero no a quienes tuvieron
que reprimir la acción de aquellos y que también están
amparados por dicha ley.
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