sábado, 23 de febrero de 2013

PROCESOS CONTRA MILITARES: ¿UN PROBLEMA SIN SOLUCIÓN? SEGUNDA PARTE





DE CHILE INFORMA EDICIÓN Nº 1.241



PROBLEMA SIN SOLUCIÓN?

SEGUNDA PARTE

Nota de la Redacción.- Chile Informa entrega a sus lectores la segunda

parte del completo estudio jurídico que versa sobre la situación de los

presos políticos militares.

Dedicamos hoy nuevamente la edición completa a este tema por su

trascendencia.

Destacamos que este documento del abogado y capitán de navío de la

Armada de Chile don Adolfo Paúl dio origen al "Manifiesto frente al

desvarío" y sobre la base del cual este último se fundamenta, es decir,

que están íntimamente relacionados.

Escribe don ADOLFO PAÚL LATORRE

5. “SECUESTRO PERMANENTE”

Como es obvio, para que existiera “secuestro

permanente” debería acreditarse el hecho punible; es decir,

primero, un secuestro y, segundo, que él permanece. Si no se

prueban ambas cosas, no hay delito ni puede haber juicio.

En rigor, una cosa es que el secuestro tenga la

característica de delito de ejecución permanente —al igual que

otros tales como la violación de morada o el manejo en estado

de ebriedad— y otra muy distinta es la elemental exigencia de

que la permanencia de la consumación de este delito debe ser

probada en el proceso, como todos los demás elementos del

delito (conducta —acción u omisión—, tipicidad, antijuridicidad

y culpabilidad).

En efecto, que el secuestro tenga el carácter de

permanente significa que la conducta del autor crea una

situación antijurídica —en este caso, la privación de libertad—

que se sigue consumando mientras se mantiene ese estado

por voluntad del autor.

Pero esta característica del secuestro no libera al tribunal

de tener que acreditar que la prolongación de este delito y la

participación en él de los imputados ha continuado con

posterioridad al 10 de marzo de 1978, fecha límite de vigencia

de la amnistía, o de la fecha en que se cumplió el plazo de

prescripción de la acción penal.

Sin embargo, la alucinante tesis del “secuestro

permanente” postula que se ha cometido y se está cometiendo

secuestro cuando consta en un proceso la mera detención o la

privación de libertad inicial de un sujeto y no consta

posteriormente en el mismo proceso o su muerte o su puesta

en libertad; y que al desconocerse su actual paradero, se

presupone su existencia vital en régimen de secuestro.

Esta tesis tiene dos efectos prácticos: el primero es que

sustrae a los hechos constitutivos de delito de la esfera de

aplicación de la Ley de Amnistía (Decreto Ley 2191 de 1978) —

porque cronológicamente han salido del tiempo en que esa ley

tiene vigencia—; y, el segundo, es que se impide la aplicación

de la prescripción —porque ésta solo comienza a correr a

contar del momento en que se termina de ejecutar el delito—.

Con esta tesis del “secuestro permanente” se invierte el

peso de la prueba, desplazándola desde el acusador —que es

quien debe probar los elementos del delito— hacia el acusado;

y se da el absurdo de que los procesados o condenados, aun

estando privados de libertad estarían cometiendo el delito de

secuestro.

Y como normalmente nunca se podrá probar la inocencia

o el fin del secuestro —menos aún si el juez no acepta como

válidos o no considera ciertos elementos probatorios—, éste

se transforma en un delito inextinguible: una vez cumplida su

condena y como el delito aún se está cometiendo, el

“secuestrador” sería nuevamente procesado y condenado, y

así, sucesiva e interminablemente.

Hay jueces o ministros de Corte de Apelaciones en visita

extraordinaria que no solo violan abiertamente la presunción

de inocencia —que es un derecho esencial de los imputados—,

sino que en muchísimos casos no consideran pruebas que

acreditan fehacientemente determinados hechos que favorecen

al acusado, tales como pasaportes u otros instrumentos en los

que consta que éste no estuvo en el lugar de los hechos en el

momento o en la época en que ellos ocurrieron.

Tenemos, por ejemplo, el denominado “caso Woodward”,

en el que no le fue asignado valor alguno al certificado de

sepultación del cementerio y al certificado de defunción

emitido por el Servicio de Registro Civil e Identificación para

acreditar el fallecimiento de dicho sujeto.

Y tampoco a la constancia que de su muerte hay en el

informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación

(informe Rettig).

Así, se llega a un auto de procesamiento absurdo, en el

que se dice que Michael Woodward “fue privado de su libertad

de desplazamiento sin derecho, manteniéndosele bajo

detención o encierro en recintos de la Armada, lo que se ha

prolongado desde el mes de septiembre de 1973 hasta el día de

hoy”.

Este aserto, que repugna a la razón, fue reproducido en

similares términos en el auto acusatorio de fecha 12 de mayo

de 2011.

Esta fantasía, esta farsa grotesca, esta felonía de

establecer —sin prueba alguna que así lo acredite y, por el

contrario, habiendo pruebas en sentido opuesto— que el señor

Woodward está actualmente detenido o encerrado en recintos

de la Armada es demencial y carente del más elemental sentido

común.

Pero, como no es posible atribuirle tales características a

un juez, no queda otra posibilidad que la de presumir sevicia,

odio y resentimiento exaltados hasta el paroxismo.

Los casos como el precedentemente descrito son

innumerables. Lamentablemente, esta actitud aberrante de

algunos jueces de primera instancia es —en la mayoría de los

casos—cohonestada tanto por las Cortes de Apelaciones como

por la Corte Suprema.

Los órganos jurisdiccionales deben legitimarse ante la

ciudadanía mediante sus fallos y resoluciones, en los que a

través de sus motivaciones dejan de manifiesto que sus

decisiones no son caprichosas ni arbitrarias, sino que

producto de un razonamiento lógico, coherente, transparente y

ajustado a derecho.

Resoluciones como las antedichas, absolutamente

sesgadas y tendenciosas en contra de los integrantes de las

FF.AA. y Carabineros, desprestigian a la judicatura y al sistema

legal.

Para fundamentar la sentencia no basta con que el

sentenciador aduzca o exprese cualquier razón, que motive el

acto de cualquier manera.

Las razones que el sentenciador ha de aducir, para excluir

la tacha de arbitrariedad, tienen que tener alguna consistencia,

un fundamento objetivo capaz de justificar la decisión y de

asegurar para ella el calificativo de racional.

La figura utilizada no tiene asidero en el derecho chileno,

según el cual el fundamento de todo proceso penal es la

existencia del hecho punible, pues es público y notorio que

ante ninguno de dichos jueces se ha rendido prueba alguna

que sugiera la existencia de algún individuo permanentemente

secuestrado.

Más aún, las pruebas en contrario son múltiples, y tanto

los jueces como la ciudadanía entera saben que eso es una

mentira y que tales hechos punibles son inexistentes.

Fingirlos es solo un ardid destinado a eludir la aplicación

de leyes vigentes, como la amnistía y la prescripción.

Hay innumerables casos en los que se usa el subterfugio

de hablar de “secuestro permanente” para no declarar

extinguida la responsabilidad, pese a no haber en la causa

antecedente de que hubiera habido un secuestro y que éste

hubiera permanecido en el tiempo.

Su existencia tendría que probarse, pues el Código de

Procedimiento Penal determina que “la existencia del hecho

punible es el fundamento de todo juicio criminal”. Pero en tales

casos no hay prueba del supuesto “secuestro permanente”.

Se ha llegado a presumir de derecho el delito, pues no se

admiten pruebas en contrario. Y tal presunción de derecho está

prohibida por la Constitución.

Por otra parte la ley le exige al juez que, antes de

condenar, haya adquirido por los medios de prueba legal la

convicción de que realmente se ha cometido un hecho punible

y que en él ha correspondido al procesado una participación

culpable (artículo 456 bis del Código de Procedimiento Penal).

El juez debe llegar a la plena convicción del secuestro, y

dicha convicción no debe simplemente afirmar que “tuvo lugar

un secuestro”, sino que hay que llegar a la completa

convicción de que dicho secuestro se sigue perpetrando.

Si los jueces son capaces de llegar a la “convicción” de

un absurdo, de una fantasía que solo puede existir en una

mente afiebrada, los ciudadanos ya no sabremos qué esperar

cuando nos sometamos a su jurisdicción.

Los jueces que procesan o condenan por secuestro

utilizan el siguiente razonamiento falso: no han sido

encontrados los restos de fulano y, por lo tanto, está vivo; y

como no ha sido visto circulando por las calles ni se ha

presentado a las autoridades quiere decir que está

secuestrado.

El mismo argumento falaz podría utilizarse en sentido

contrario: si fulano no ha sido encontrado vivo, quiere decir

que está muerto y, por lo tanto, no está secuestrado.

Es innegable la importancia del sentido común en la

convicción que puede formarse el juez.

La convicción que la ley reclama no puede desafiar a la razón

ni a la lógica, y las conclusiones a que es posible arribar, a

partir de ciertos antecedentes comprobados, no pueden no

considerar, por ejemplo, la duración de un secuestro y la

factibilidad —en relación con el tiempo transcurrido— de la

sobrevivencia del secuestrado luego del sometimiento a

prisión del secuestrador por largo tiempo.

Esa supervivencia debería prolongarse y, por ello, investigarse

la responsabilidad penal de los “otros” coautores, cómplices o

encubridores —distintos del preso— que mantienen con vida al

secuestrado, puesto que no se realiza el tipo penal del

secuestro sin secuestrado vivo; y el inculpado preso no ha

podido tener cuidado de la víctima.

De no probarse directamente la supervivencia del secuestrado,

estamos presumiéndola: ¿con qué antecedentes y

fundamentos?

No es razonable dar por prolongada la situación

antijurídica de secuestro por el hecho de no localizar el

cadáver o de no ubicar a la persona, después de haber

transcurrido cuatro décadas desde la ocurrencia de los hechos

denunciados.

Falta la verosimilitud de la persistencia de la situación

ilícita dado el tiempo transcurrido, bien porque el detenido ha

recuperado su libertad o bien porque ha fallecido.

Por ello ha de considerarse que los hechos que la

originaron han dejado de tener relevancia penal al tiempo de la

denuncia.

Y la admisión de tal denuncia puede calificarse, por tanto,

como arbitraria.

Sostener que frente a homicidios o fallecimientos

comprobados o evidentes cometidos hace casi cuarenta años

se trataría de un secuestro, porque no se encuentran los restos

es una falacia, que al asentarse judicialmente solo acarrea falta

de confianza en la judicatura e inseguridad a los ciudadanos

sometidos a ella.

La inexistencia de un cadáver no es un impedimento para

comprobar un homicidio, por cuanto el juez puede y debe

reconstruir la verdad procesal utilizando los procedimientos de

prueba que la legislación procesal penal vigente contempla, en

sintonía con las exigencias que los respectivos tipos penales

invocados imponen, mediante una lógica y armónica relación

de los diversos indicios y pruebas.

Cabe al respecto preguntarse cuál puede ser la

convicción del tribunal cuando, a título de ejemplo, se asesina

a una persona sin dejar resto alguno de su cuerpo, como

cuando alguien es arrojado a una fosa inalcanzable.

Supongamos que tal acción es realizada ante la presencia

de numerosos testigos; más aún, por ejercicio académico,

supongamos que ello ocurre ante los ojos del juez: ¿puede

éste no tener la convicción del homicidio porque no dispone de

un cuerpo humano muerto?,

¿Cuál es el delito, en tal caso, del cual podría tener

convicción?, ¿podrían ser lesiones?

La tesis de que sin cadáver no hay homicidio es

inaceptable.

Peor aún aquella de que no se puede sancionar un

homicidio porque no ha sido hallado el “cuerpo del delito”, en

circunstancias de que el cuerpo del delito no es el cadáver,

sino los hechos típicos; el hecho criminal considerado en

relación con sus efectos.

Un mismo hecho criminal puede constituir diferentes

cuerpos de delito. Así, por ejemplo, en una puñalada que ha

causado la muerte del ofendido, el cuerpo del delito es un

homicidio; y en la que no ha causado tal efecto, solo hay

lesiones corporales.

Se asimila la noción de cuerpo del delito con aquella que

le otorga el artículo 108 del Código de Procedimiento Penal:

“La existencia del hecho punible es el fundamento de

todo juicio criminal, y su comprobación por los medios que

admite la ley es el primer objeto a que deben tender las

investigaciones del sumario”.

Por lo demás, el contexto en que se produjo la

desaparición de un sujeto y la circunstancia de que treinta y

ocho o más años después continúe ignorándose de él, son de

por sí suficientes para concluir razonablemente que fue

privado de su vida o que está en libertad.

En los procesos seguidos contra militares y carabineros

por el delito de “secuestro” no sólo se está faltando a la verdad

—con sentencias inicuas, que presumen como verdadero lo

que es falso—, sino que se está quebrando la juridicidad y el

Estado de Derecho.

Continuar por la senda del debilitamiento del Estado de

Derecho es muy peligroso y nada bueno augura para nuestra

nación, puesto que conduce, inevitablemente, a la violencia y a

la anarquía.

6. ¿SECUESTRO O DETENCIÓN ILEGAL?

Otro aspecto jurídico que dice relación con el secuestro, es el

hecho de que existe en nuestra legislación penal una figura

privilegiada que afecta a los funcionarios públicos, en cuya

virtud aquellos que priven de libertad a terceras personas no

caen dentro de la tipificación de secuestro, sino que dentro de

la tipificación de detención ilegal.

En efecto, el secuestro está tipificado en el artículo 141

del Código Penal, dentro del párrafo “crímenes y simples

delitos contra la libertad y seguridad, cometidos por

particulares”; mientras que la detención ilegal lo está en el

artículo 148 “de los agravios inferidos por funcionarios

públicos a los derechos garantidos por la Constitución”.

Por lo anterior, y de acuerdo con el principio de legalidad,

ningún miembro de las instituciones armadas o de orden —

dada su calidad de funcionario público— debería ser

procesado por el delito de secuestro; delito que, por lo demás,

tiene asignadas penas mucho más severas que el de detención

ilegal.

Para procesarlos por secuestro, los jueces argumentan

que la detención ilegal solo cobra sentido en cuanto el

funcionario público guarda una directa relación con el aparato

institucional de privación de libertad; si no lo está, tiene que

aplicarse la figura de secuestro (como lo sería, por ejemplo, si

el Director de Tránsito de una municipalidad detuviere a un

tercero).

Esta interpretación podría ser dogmáticamente correcta, solo

que tiene un serio obstáculo: el principio de legalidad. Y como

la ley no distingue y solo dice “funcionario público”, no le es

lícito al intérprete distinguir.

Lo curioso en relación con este tema es la agilidad digna

de un acróbata que demuestran algunos jueces, al calificar

inicialmente a los imputados como particulares, para efectos

de su enjuiciamiento y penalización —más elevada— y,

posteriormente, como agentes del Estado para efectos de

cobrar una indemnización pecuniaria.

7. NO APLICACIÓN DE LA LEY DE AMNISTÍA

La abogada de Pinochet, Mónica Madariaga, que redactó la Ley de Amnistía.

La amnistía (del griego amnestia, olvido) es una causa de

extinción de la responsabilidad penal.

En doctrina, se distinguen dos clases, según sea la

oportunidad procesal de su aplicación: la amnistía propia y la

impropia.

La propia tiene lugar antes de que se pronuncie sentencia

firme, y es causa de extinción de la acción penal; la impropia

debe ser otorgada una vez dictada sentencia condenatoria y

extingue la pena.

En relación con esta institución de la amnistía —aplicada

profusamente a lo largo de la historia del mundo civilizado—,

es pertinente señalar que terminada una circunstancia

extraordinaria que ha alterado el orden social y para superar

las rupturas del orden institucional, es conveniente para la paz

interna de la nación afectada que se promueva la

reconciliación, por lo que es de bien común olvidar lo ocurrido,

incluso los delitos cometidos y las respectivas penas.

La prudencia recomienda dictar las más amplias

amnistías una vez superado el período de anormalidad.

Es comprensible el dolor de quienes han perdido a seres

queridos, pero ello no puede ser obstáculo para alcanzar un

bien de mayor jerarquía como lo es la paz social.

Por tales razones en el año 1978 fue promulgado el D.L.

2191, que concedió amnistía a todas las personas que, en

calidad de autores, cómplices o encubridores hayan incurrido

en hechos delictuosos, durante la vigencia de la situación de

Estado de Sitio, comprendida entre el 11 de septiembre de 1973

y el 10 de marzo de 1978.

Al respecto, cabría señalar que el cardenal Raúl Silva

Henríquez apoyó la dictación de dicho decreto, pues lo veía

como un gesto de reconciliación que iba a beneficiar a uno y

otro lado y como una forma de contribuir al término del clima

de enfrentamiento.

Por otra parte, cabría agregar que el Cardenal estaba

convencido de que la mejor forma de asegurar la futura

democracia era abandonar toda clase de venganza contra los

militares y que era torpe, aunque humano, exigir justicia y

venganza tras el término del régimen militar.

El D.L. 2191 de 1978 sobre amnistía es válido y está

plenamente vigente, como lo afirma la generalidad de los

juristas, aunque haya decaído su aplicación y exista un

cuestionamiento a su respecto.

El comportamiento de los tribunales durante los treinta

años de vigencia del D.L. 2191 ha tenido una notoria variación:

desde la aplicación inmediata de la amnistía bastando la

comprobación de que los hechos habrían ocurrido en el

período cubierto por ella (amnistía

propia); pasando por su aplicación

solo una vez identificados los

responsables y agotada la

investigación (amnistía impropia; que

corresponde a la llamada “doctrina

Aylwin”, según la cual —como lo

expuso en el oficio que le enviara a la

Corte Suprema en el año 1991— la

vigencia de la ley de amnistía no

podía ser obstáculo para que se

llevara adelante la investigación

judicial); hasta su no aplicación, casos en los que han sido

dictadas sentencias condenatorias y con cumplimiento efectivo

de las penas asignadas.

Esta evolución no es jurídicamente aséptica: está influida

por la posición política que abrazan los jueces.

Lo anterior, aparte de restarle certeza a la aplicación del

derecho y a la seguridad jurídica, atenta abiertamente contra la

garantía constitucional de igualdad ante la ley.

Las doctrinas en virtud de las cuales se niega la

aplicación de la amnistía van desde el absurdo de que las

“víctimas” aún están secuestradas —razón por la que el delito

no cae dentro del período cubierto por la amnistía— hasta la

aplicación de normas de la costumbre internacional o de

tratados de derechos humanos que establecen que los delitos

de lesa humanidad son imprescriptibles e inamnistiables, aun

cuando los delitos investigados no cumplan con los requisitos

para ser considerados como tales y que dichas normas no

estén vigentes en Chile o que no lo estaban a la fecha de

comisión de los supuestos delitos.

No obstante lo antedicho los tribunales de justicia, como

hemos visto, con diversos pretextos y recurriendo a

interpretaciones que chocan con el principio de legalidad y con

el sentido común, buscan la manera de inaplicar dicha ley.

Los tribunales también pasan por sobre el artículo 107 del

Código de Procedimiento Penal, que ordena a los jueces:

“Antes de proseguir la acción penal, cualquiera que sea la

forma en que se hubiere iniciado el juicio, el juez examinará si

los antecedentes o datos suministrados permiten establecer

que se encuentra extinguida la responsabilidad penal del

inculpado.

En este caso pronunciará previamente sobre este punto un

auto motivado, para negarse a dar curso al juicio”.

La norma es clarísima y está redactada en términos

imperativos: no faculta al juez para hacer algo, sino que le

ordena actuar de una determinada manera.

Y resulta que, prácticamente en la totalidad de los casos,

los hechos están cubiertos no solo por la amnistía de 1978,

sino que también por la prescripción.

Ambas, de acuerdo con el artículo 93 del Código Penal,

extinguen la responsabilidad penal y dan lugar al

sobreseimiento definitivo.

Los jueces, incluso, tienen la obligación de declarar la

prescripción de oficio, aun cuando el procesado no la alegue,

según lo dispone el artículo 102 de ese mismo código.

Por otra parte, el artículo 109 del Código de

Procedimiento Penal dispone: “El juez debe investigar, con

igual celo, no solo los hechos y circunstancias que establecen

y agravan la responsabilidad de los inculpados, sino también

los que les eximan de ella o la extingan o atenúen”.

Finalmente, nos referiremos a la doctrina de la jurista

doña Clara Szczaranski, quien señala que la amnistía vigente

en Chile es la impropia.

Funda tal aserto al constatar que la amnistía contenida en

el D.L. 2191 de 1978 no se refiere a hechos, sino a personas, de

lo cual se desprende que esta disposición exige la

determinación de sujetos culpables respecto de un ilícito penal

específico, en calidad de autores, cómplices o encubridores.

El grado de participación culpable de un acusado en un

delito solo puede determinarse una vez agotado un proceso

penal, en virtud de una sentencia ejecutoriada.

Apoya su planteamiento en un informe en derecho

elaborado en el año 1986 por la ministro de Justicia que

suscribió dicho decreto, doña Mónica Madariaga Gutiérrez, y

en declaraciones públicas difundidas por la prensa nacional el

20 de diciembre de 1978 por el entonces ministro del Interior

don Sergio Fernández Fernández, quien afirmó que la amnistía

“buscó justamente borrar los efectos penales tanto de los

delitos cometidos por quienes habían preparado fría y

sistemáticamente la guerra civil, como de los eventuales

excesos en que hubieren incurrido quienes tuvieron la misión

de conjurarla”, agregando que “cualquiera sea la verdad

concreta en cada situación, ella puede ser investigada por los

tribunales de justicia”.

Doña Clara sostiene que la amnistía impropia vigente en

Chile no es una auto amnistía —pues no es de aquellas que el

hechor aplica a si mismo excluyendo la función jurisdiccional

posterior y, además, es aplicable y ha sido aplicada a todo

sujeto activo en el mismo período, en beneficio de personas de

distinta y antagónica ideología política—; no provoca una

denegación de justicia ni concede impunidad —ya que el

Estado cumple con su deber de otorgar justicia, de

conformidad con la normativa interna y la internacional, al

investigar los hechos, determinar los responsables y sancionar

jurídicamente a los culpables;

Lo que es algo completamente distinto del cumplimiento

efectivo o ejecución de la pena—; no se opone o contraviene

convenio o tratado internacional alguno sobre derechos

humanos y que ella debe ser aplicada correctamente, no solo

por ser ley vigente, sino que en virtud de los principios de

legalidad y pro reo, garantías vigentes en Chile y, además,

reforzadas por los tratados sobre derechos humanos

ratificados por Chile vía artículo 5º de la Constitución Política

de la República.

Lamentablemente, la tendencia jurisprudencial ha sido la

de aplicar la amnistía a los violentistas y terroristas que

operaron durante el período cubierto por ella, e incluso durante

los gobiernos de la Concertación, pero no a quienes tuvieron

que reprimir la acción de aquellos y que también están

amparados por dicha ley.

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