lunes, 27 de agosto de 2012

Adelanto del libro "Asesinato en el Campus Oriente"





Adelanto del libro "Asesinato en el Campus Oriente", las claves de una larga "impunidad"
A horas de salir a la luz pública el libro de la Fundación Jaime Guzmán, escrito por la periodista Lilian Olivares, publicamos un extracto del capítulo III, que muestra el impacto político que tuvo el crimen justo en los albores de la Transición.
por: La Segunda

La noche en que murió Jaime Guzmán fue una de las más largas de la Concertación en el Palacio de La Moneda.
El reloj marcaba las 22:30 horas cuando el Comité de Seguridad Interior del Gobierno inició una sesión extraordinaria, encabezada por el Presidente de la República.

Todavía retumbaban en la avenida Providencia con Los Leones los gritos de una multitud impactada por el atentado, que se negaba a abandonar el frontis del Hospital Militar, donde aún yacía el cadáver del senador.

Una hora y cuarenta y cinco minutos después, un cabizbajo Patricio Aylwin abandonaba la reunión, luego de haber aprobado la decisión de poner en marcha una unidad operativa de Carabineros e Investigaciones especializada en lucha antiterrorista. Asimismo, el gobierno pediría un ministro en visita para que se dedicara en forma exclusiva a investigar el asesinato.

Mientras las altas autoridades intentaban organizar una estrategia, en la Radio Minería, el periodista Hernaní Banda recibía un misterioso llamado telefónico:

-Soy Carlos. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez ha ejecutado a Guzmán por su servicio al régimen anterior. Era uno de una lista que tenemos.

El sábado siguiente, apenas cinco días después del crimen, el Presidente Patricio Aylwin abandonó el país rezando porque nada peor ocurriera durante su ausencia. Iniciaba su primera gira a Europa, a reconquistar confianzas para el nuevo gobierno democrático.

Un indignado presidente del partido Renovación Nacional, que había pedido que el gobernante suspendiera su gira a raíz de la tragedia que provocaba un terremoto en la seguridad nacional, lo vio partir. Era Andrés Allamand.

A cargo de la seguridad, Aylwin dejó, como ministro del Interior, al socialista Enrique Correa.

La semana siguiente se acentuaba la línea acusadora en dirección al FPMR. El miércoles 10 una Clave Política del diario La Segunda señalaba:

"El gobierno detectó el momento y la conversación en que se resolvió el asesinato del senador Jaime Guzmán. La Moneda se ha formado la convicción de que la autoría de este crimen es de responsabilidad del Frente Manuel Rodríguez. Por ello, es esperable que pronto haya novedades públicas en las pesquisas".

Había aceleramiento por encontrar a los responsables.

Pero el gobierno de Aylwin, con un año y días de rodaje, no tenía organizado un sistema de seguridad confiable.

Es más, lo que había por esos días era una brutal desconfianza entre los servicios de inteligencia de Carabineros, Investigaciones y las Fuerzas Armadas, que se espiaban entre ellos.

A río revuelto, ganaba el terrorismo.

3.1 Buscando alguien a quien culpar

El jueves 18 de abril, antes de que regresara el Presidente de su gira por Europa, un satisfecho Enrique Correa anunciaba en La Moneda que el vicepresidente Enrique Krauss había firmado el decreto que creaba la Oficina Coordinadora de Seguridad Nacional, que se hizo conocida como "La Oficina".

Estaba destinada a ser "un eficaz instrumento para la conservación de la paz y de la seguridad", dijo.

Como director nombraron al subsecretario de Aviación, el abogado DC Mario Fernández Baeza; y como subjefes al también DC Jorge Burgos, entonces intendente subrogante de Santiago, y al dirigente socialista Marcelo Schilling.

El primer organismo del gobierno de la Concertación para combatir el terrorismo dependería del Ministerio del Interior. Tendría comités de Asesoría Directa y Consultivo de Inteligencia. Este último, con integración de las FF.AA., sólo funcionaría a requerimiento del jefe de la Oficina o del Presidente de la República.

El decreto dejó explícitamente señalado que el organismo no tendría facultades operativas. Y sin embargo las tuvo, de la mano del hombre que en la práctica se transformó en el jefe de las "operaciones" de "La Oficina": el socialista Marcelo Schilling.

"La prisa con que se anunció la nueva estructura gubernamental de inteligencia refleja muy bien las tensiones que marcaron su creación", analizó a los pocos días la revista de tendencia democratacristiana "Hoy".

Tensiones que se extendían a los distintos cuerpos policiales y que llevaron a Investigaciones a presentar rápidamente al primer sospechoso del crimen.

Su nombre fue Sergio Olea Gaona. Se encontraba en España desde hacía unos cinco meses, repartiendo correspondencia en moto cuando comenzó su persecución.

El 14 de septiembre de 1991, a las 22.30 horas de Madrid, seis y media de la tarde en Chile, lo apresaron. El gobierno comenzó en ese mismo momento a pedir su extradición.

Pero la suerte del ladrón de autos estaba echada.

Ni siquiera la declaración que al año siguiente hizo El Negro (Ricardo Palma Salamanca) sirvió para aplacar a sus seguidores cuando reconoció su participación en el crimen y dijo que no conocía a Olea Gaona.

3.2 Olea Gaona, el sorprendente fin del falso imputado

Al año siguiente, el 30 de marzo de 1992, hubo una importante reunión en La Moneda.

Jorge Barraza, que en ese momento era el detective estrella de Investigaciones, como subcomisario de la Brigada Investigadora de Organizaciones Criminales (Brioc), afirma que detonó una bomba informativa frente a los asistentes.

Recuerda que estaban presentes el entonces director de Investigaciones, Nelson Mery; el secretario de la Oficina Coordinadora de Seguridad, Marcelo Schilling; el jefe de gabinete del ministro Enrique Krauss, Jorge Burgos; el abogado del Ministerio del Interior, Luis Toro; el jefe de la Brigada de Homicidios, Osvaldo Carmona; el subdirector de Investigaciones, Juan Fieldhouse, y el subsecretario del Interior, Belisario Velasco.

A ellos, Barraza asegura que les manifestó:

-Les digo que hay que enfrentar el hecho de que esa incriminación contra Olea Gaona es falsa, porque echa a perder la investigación correcta.

A esas alturas, Barraza ya tenía claro que los autores del crimen eran los mismos que cinco meses después de matar a Guzmán -en septiembre de 1991- habían cometido otro horrendo atentado a los derechos humanos con el solo propósito de juntar plata: secuestraron a Cristián Edwards, uno de los hijos del dueño de la empresa El Mercurio.

Así se lo había contado al entonces director de Investigaciones, Nelson Mery. Pero, según Barraza, su jefe máximo le ordenó que guardara las pruebas dado el escándalo que se vendría.

El asesinato del profesor Jaime Guzmán tenía locos a los encargados de la seguridad interna. No se explicaría de otro modo que persistieran en su afán de inculpar a un inocente, al menos en este crimen.

Pero había, también, razones de peso. Y éstas venían por el lado de "La Oficina". En ese momento, el aparato de inteligencia del gobierno estaba aplicándose en detectar grupos terroristas e intentar desactivarlos. Algunos personajes socialistas eran claves, porque tenían contactos en el mundo de la subversión. Para ello pagaron el precio de encubrir a terroristas, según se desprende del expediente del caso Guzmán.

"Salvar" a unos significó inculpar a otros. Bien lo supo Sergio Olea Gaona, quien debió vivir una odisea hasta el 15 de octubre de 1993, cuando otro ministro en visita, Alfredo Pfeiffer, decretó su sobreseimiento.

Su rastro cayó en el olvido, hasta que un violento asalto en el apacible balneario de Algarrobo, ocurrido el 29 de julio del 2005, trece años después del asesinato del senador Jaime Guzmán, lo trajo de vuelta a la noticia en calidad de cadáver.

Eran cerca de las 11 de la mañana cuando cuatro extraños irrumpieron en la sucursal del Banco Estado, determinados a robar. El guardia los descubrió y se desató un infernal tiroteo, del que tres lograron escapar. En el frontis del banco quedaron tendidos dos cuerpos: el del guardia, que agonizaba, y el de uno de los asaltantes: Sergio Olea Gaona.

Así terminó sus días el primer acusado en el crimen de Jaime Guzmán.

Pero Sergio Olea no fue el único sobre cuyo destino incidió el terremoto del homicidio del abogado y la desesperación que reinó en esa década.

Hay otro cadáver enterrado que sabía demasiado... se llamaba Agdalín.

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